Así que nadie se puede decir sorprendido cuando, con más de 10 años de antelación, nos advertían con claridad sobre lo que se había gestado para el derrumbe mundial.
Aquí tienen el ensayo de Beinstein.
Netzahualcóyotl Zaragoza Jiménez.
La declinación de la economía global: De la postergación global de la
crisis a la crisis general de la globalización.
Por: Jorge Beinstein.
Una versión de este trabajo fue presentada en el Encuentro Internacional
sobre «Globalización y problemas del desarrollo», organizado por la Asociación
de Economistas de América Latina y el Caribe, y la Asociación Nacional de
Economistas de Cuba, La Habana, Cuba, llevado a cabo del 18 al 22 de enero de
1999.
I.- La ruptura.
La crisis de 1997 sorprendió al neoliberalismo en pleno delirio
triunfalista. Gurúes, periodistas especializados y altos funcionarios
aparecieron sorprendidos ante lo que anunciaron como un fenómeno de corta duración
centrado en Asia del Este y limitado a la esfera financiera. Cuando comenzaron
las catástrofes y desaceleraciones productivas, las turbulencias políticas
(como en Indonesia) y la aparición de la crisis en otras regiones, ensayaron
confusas teorías acerca de «contagios» y «repercusiones» sin abandonar su fe en
el triunfo final de la economía de mercado.
La euforia comenzó a fines de los 80: el ahora casi olvidado Francis
Fukuyama proclamó el fin de la Historia, la instauración de un milenio
capitalista sin guerras ni grandes disputas políticas y sociales motorizado por
una incesante revolución tecnológica (Fukuyama, 1990) seguido luego por una
larga lista de «pensadores» simplistas como Peter Drucker que anunció «el fin
de lo social» reemplazado por el individualismo y la identidad empresaria
(Drucker, 1993), o como Kenichi Ohmae para quien la avalancha globalizante
significaba «el fin del estado nación» disuelto en regiones, enclaves
industriales, financieros, comerciales (Ohmae, 1997). Lo que en realidad se
produjo fue el fin de la fiesta (duró menos de una década).
Al derrumbarse la URSS y los estados socialistas europeos, los liberales
creyeron tocar el cielo con las manos: su victoria parecía total; sin embargo,
en ese mismo momento, Japón entraba en decadencia y a fines de 1994 se producía
la crisis mexicana; en 1996 aparecieron en áreas clave del mercado
internacional claros síntomas de saturación y en consecuencia de
sobreproducción potencial y, sobre todo, inquietantes movimientos especulativos
(no solo en Asia) que iban enturbiando el clima económico general. Finalmente
en Julio de 1997 llegó el crac que aplastó a los que ahora llamamos ex-tigres
asiáticos.
Los discursos arrogantes de comienzos de los 90 ocultaban su extrema
fragilidad. Ello quedó demostrado a partir de 1997, cuando se hizo evidente que
los economistas neoliberales eran incapaces para pronosticar la llegada de la
crisis y su posterior prolongación y profundización.
Viejos y nuevos mitos se derrumbaron uno tras otro. Inauguró la serie la
temprana muerte de la milagrosa «recuperación latinoamericana»1 a partir de la
debacle financiera de México, luego le tocó el turno al paraíso de Asia del
Este donde países emergentes como Corea del Sur, Tailandia o Indonesia
mostraban crecimientos explosivos que los convertirían (según el Banco Mundial)
en futuras potencias industriales guiadas por estrategias de desarrollo basadas
en las exportaciones, aunque todo concluyó con una violenta explosión
financiera. A continuación cayó la tercera ilusión periférica en la ex URSS y
en Europa del Este donde la exitosa reconversión capitalista prometida devino
involución productiva, proliferación de mafias, degradación social. Solo quedó
en pie, aunque seriamente deteriorado y enfriándose mes tras mes, el milagro
supremo de la superpotencia norteamericana, ya que si los tres fracasos
descritos confirmaban la reproducción del subdesarrollo, el éxito de los EE.UU
nos advertía que nuestros amos estaban más fuertes que nunca y que en
consecuencia no valía la pena intentar eludir sus directivas. El capítulo
optimista del discurso liberal se esfumaba, restaba el componente fatalista,
los gurúes nos enseñaban que el libre mercado no permitiría a la periferia
salir (por ahora) de la pobreza pero que ser independientes era impracticable;
sin embargo, desde comienzos de 1998 era posible constatar que los países
centrales declinaban (como Japón), se estancaban (como los de la Unión Europea)
o agotaban su prosperidad (como Estados Unidos). De ese modo se corrió el último
velo y la visión fue grotesca: los capitalismos emergentes habían perdido sus
adornos y aparecían con sus indumentarias harapientas, las grandes potencias
líderes veían esfumarse sus fantasías cibercapitalistas quedando al descubierto
sus rasgos decadentes.
1997 aparece ahora como un punto de ruptura, no entre la prosperidad y
la crisis, sino entre una breve etapa de euforia financiera e ideológica y el
ingreso a una era recesiva de larga duración, la magnitud de los factores
negativos acumulados deja poco margen para escenarios de crecimiento global
significativo.
Las economías centrales (salvo Japón) pudieron eludir la crisis durante
la mayor parte de los 90 prolongando tendencias parasitarias desatadas dos
décadas antes, acentuando desajustes estructurales internos y esquilmando a la
periferia. En este último caso el proceso combinó auges efímeros, grandes
concentraciones locales de ingresos y pillaje-destrucción de fuerzas
productivas, todo envuelto en una intoxicación ideológica sin precedentes.
Antiguas y recientes cleptocracias subdesarrolladas oficiaron como clases
dirigentes nacionales que cantaban la canción del ingreso triunfal al Primer
Mundo mientras sus economías eran saqueadas, desde la Rusia de Yeltsin hasta la
Indonesia de Suharto, pasando por la Argentina de Menem o el México de Salinas
de Gortari. En los países ricos, un coro unánime de expertos coincidían en un
fatalismo histórico sospechoso: nada se podía hacer frente a la avalancha
mundial del capitalismo victorioso salvo intentar humanizarlo en la medida de
lo posible, preservar algunos ecosistemas, desarrollar acciones puntuales de
alivio de la marginalidad y la extrema pobreza, pero en definitiva someterse a
la Historia. Pero la «Historia» resulto ser una estafa, la ola irresistible no era
más que pura espuma; por debajo de la misma, tendencias profundas y mecanismos
muy fuertes seguían trabajando sin pausa, amontonando basura con sus gusanos
mafiosos y culebras financieras cuyo aroma pestilente terminó por sobreponerse
a las evanescentes fragancias globales que esparcían los medios de comunicación.
II.- Tendencias decisivas
Por debajo de la euforia globalista, operaron durante los 90 corrientes
profundas provenientes de la crisis de los 70 y, en ciertos casos, desde antes.
Algunas, como los procesos de concentración económica, fueron sepultadas por la
propaganda; otras, como las declinaciones estatales, fueron despojadas de sus
efectos negativos y presentadas como símbolos de progreso; y aquellas
inocultables, como la extensión de la miseria y de la criminalidad, fueron
señaladas como males pasajeros que el propio sistema terminaría por superar.
En primer lugar, la escisión entre centro y periferia en lugar de
diluirse en una nueva distribución internacional del potencial productivo2 se
ha profundizado aun más. Siguiendo las estadísticas del Banco Mundial (The
World Bank, 1998) constatamos que los países calificados como de «alto ingreso»
(aproximadamente el 16% de la población del planeta) representaban en 1980 el
73% de Producto Bruto Global saltando al 80% en 1996, los países del G7 (11,7%
de la población mundial) pasaban del 61% al 66%. No se trata de crecimientos
productivos a diferentes ritmos sino del progreso de los más ricos contra el
retroceso absoluto de los más pobres; los países del G7 aumentaron su PBI per
capita entre 1985 (22.500 US$) y 1995 (27.500 US$) en un 22% mientras que los
47 países menos desarrollados (1050 millones de habitantes en 1996) descendían
de 333 US$ a 290 US$ (caída del 15%) y un segundo grupo de 51 naciones de
ingreso medio-bajo (1.150 millones de personas) pasaba de 1900 US$ a 1670 US$,
es decir una reducción del 14%. Si a esos dos conjuntos agregamos 7 países subdesarrollados
(240 millones de habitantes) calificados como de ingreso medio-alto donde
también cayó el PBI per capita, nos encontraremos con que a lo largo de esa
década el indicador descendió en 105 países que representaban el 43% de la
población mundial3.
Pero la brecha geográfica se ha profundizado mucho más que lo expresado
por dichas cifras, la superconcentración de los medios de comunicación y del
potencial de procesamiento informático, la degradación de los sistemas
educativos y científicos periféricos, la generalización del caos urbano y el
deterioro estatal en esas naciones, etc., colocan a los países de alto
desarrollo en una suerte de monopolio tecnológico que nos retrotrae al panorama
de comienzos del siglo XX4. reproducción ampliada de hiperdesarrollo y
subdesarrollo, del centro imperial y su periferia, territorialmente bien
delimitados, atravesó teorías desarrollistas-keynesianas, neoliberales y
socialistas. La crisis actual plantea el tema de la supervivencia de esa
dualidad precisamente porque los efectos entrópicos de su exacerbación extrema
parecerían sumergir al sistema global en una profunda decadencia.
Segundo, la concentración empresaria mundial. La participación de las
200 más grandes empresas globales en el Producto Bruto Mundial pasó del 24% en
1982 a más del 30% en 1995 llegando al 33% en 1997. La actual avalancha de
fusiones y el impacto concentrador de la crisis colocarían a esa cifra antes de
fin de siglo en un nivel superior al 35%, pero si consideramos las primeras 500
firmas globales estaríamos tocando actualmente el 45% del Producto Bruto
Mundial y llegaríamos al 65% si consideramos al conjunto de empresas
transnacionales (unas 35 mil). La casi totalidad de las mismas tienen su casa
matriz en los países centrales, en 1995, por ejemplo, el 89% de la facturación
de las primeras 500 empresas globales correspondía a firmas originarias del G7
(Fortune-Global 500; Clairmont 94, 97).
Los procesos de concentración geográfica y empresarial se potenciaron
mutuamente, la periferia (donde se produjeron masivas desnacionalizaciones y
privatizaciones, liquidaciones de pequeñas y medianas empresas, extinciones o
fuertes reducciones de burguesías y burocracias nacionales) quedó indefensa
frente al poder de los grupos transnacionales. En general la hipertrofia
financiera, el estancamiento y retracción de numerosos mercados y la
aceleración de la guerra tecnológica causaron una sucesión de absorciones,
fusiones y quiebras cuyo beneficiarios últimos han sido grupos de negocios cada
vez más extendidos cuya amplia variedad de operaciones es unificada a través de
visiones y prácticas gerenciales cortoplacistas mucho más cerca del espíritu de
la especulación bursátil y cambiaria que de la ingeniería de producción,
sobrecargando a la globalización de componentes parasitarias.
Tercero, el agravamiento de la desigualdad, el empobrecimiento y la
exclusión en la periferia pero también en los países centrales impulsan y son
impulsados por los procesos de concentración descritos. Tanto en el área
subdesarrollada tradicional como en los nuevos países satelizados del ex bloque
soviético las estrategias neoliberales produjeron el desmantelamiento de
burocracias estatales, sistemas de seguridad social, empresas públicas y
estructuras proteccionistas, combinado con la reconversión de elites locales a
negocios financieros, comerciales, etc. (muchos de ellos semilegales o
abiertamente ilegales) produciéndose enormes transferencias de ingresos hacia
las empresas globales y las clases altas internas, todo ello acompañado por
euforias consumistas centradas en bienes y servicios importados. Las víctimas
fueron las clases bajas y un amplio abanico de sectores intermedios que se
empobrecieron rápidamente.
Una primera línea de pobreza periférica delimitaba en 1996, según el
Banco Mundial, a unas 1.300 millones de personas que sobrevivían con ingresos
inferiores a un dólar diario, una segunda línea abarcaba a 3.000 millones de
personas con ingresos menores a 2 dólares diarios (60% de la población de la
periferia). Una corrección muy conservadora nos haría incrementar esa masa con
otros 200 millones de periféricos pobres pero con ingresos superiores a los dos
dólares diarios5, lo que nos acercaría a los 3.200 millones de habitantes, 70%
de la población periférica y 55% de la población mundial6 (The World Bank,
1998).
A este megagrupo de pobres del subdesarrollo debemos asociar a una
segunda categoría de pobres del Primer Mundo que también ha estado creciendo
vertiginosamente. Se trata de un conjunto cualitativamente diferente del
anterior, integrado por desocupados, subocupados, familias cuyos ingresos las
colocan por debajo de las fronteras nacionales de pobreza, etc. 7 El incesante
aumento de la desocupación en los países de la OCDE es un primer indicador del
fenómeno (20 millones de desocupados en 1980, 25 millones en 1990, 36 millones
en 1996); en la Unión Europea el desempleo cobró un fuerte impulso en los años
90 (8 millones de desocupados en 1980, 12 millones en 1990, cerca de 19
millones en 1996), período en el que las modestas tasas oficiales de desempleo
en Japón empezaron a ascender a medida que se enfriaba la economía.
Mientras tanto, Estados Unidos habría conseguido el aparente milagro de
reducir el nivel de desocupación coincidente con un buen ritmo de crecimiento
del PBI, pero el indicador oficial de desempleo no refleja el deterioro del
nivel de vida de las clases bajas, pues dicho indicador es el resultado de
manipulaciones estadísticas que subestiman el volumen real de desempleados y la
expansión de la precarización laboral, además otras cifras evidencian la
agravación de los procesos de concentración de ingresos, exclusión social y
empobrecimiento absoluto de amplios sectores sociales.
El 40% de la población activa ocupada tenía hacia 1993 ingresos menores
que veinte años antes; según los datos oficiales, el salario horario real
promedio de 1998 en el sector de servicios era un 4,6% inferior al de 1973, en
la industria el descenso entre ambas fechas había sido del 10,9% (BLS, 1998);
hacia 1977 existían en Estados Unidos 24,7 millones de pobres que representaban
el 11,6% de la población; veinte años después el país contaba con 35,5 millones
de pobres, el 13,3% de la población: en términos absolutos la pobreza había
crecido un 43% (Dalaker J. & Naifeh M, 1998).
En síntesis, la globalización liberal se expresó a través de un
crecimiento cada vez más rápido de pobres y excluidos; en la zona
subdesarrollada estos sectores abarcan a la mayoría aplastante de la población
en cuyo seno se extienden velozmente grupos en extrema pobreza (áreas de
desastre social), en las zonas de alto desarrollo se trata de «minorías» en
aumento cuyo nivel de consumo se aleja cada vez más de las capas superiores y
medias nacionales pero que están muy por encima del de sus pares periféricos.
Ambos espacios de pobreza no pueden ser unificados bajo rótulos comunes de
«pobreza relativa»: hacerlo sería forzar ideológicamente la realidad. El
desastre periférico asume una especificidad irreductible cuya evaluación
ilustra acerca de la no viabilidad global del neoliberalismo.
Desde el punto de vista del funcionamiento de la economía mundial la
caída del consumo de las capas inferiores no llega a ser «compensado» por la
expansión consumista de los grupos privilegiados; la desaceleración general de
la demanda y los desajustes estructurales derivados constituyen la base
histórica de la sobreproducción potencial con centro en firmas globales
embarcadas en una guerra tecnológica y financiera irresistible.
Cuarto, la crisis del Estado fue impulsada en las sociedades centrales
por tres tendencias convergentes: por una parte la expansión global de las
grandes empresas, que desbordó a las administraciones públicas8; por otra el
endeudamiento creciente, que estableció la subordinación de los gobiernos ante
«los mercados financieros»; y finalmente la desocupación, el empobrecimiento y
la concentración de ingresos y sus secuelas en términos de marginalidad urbana,
predominio del individualismo y otros factores que deterioraron seriamente el
«pacto keynesiano» («estado de bienestar») instalado en los años 50 y 60
afectando los vínculos entre estado y sociedad civil (especialmente las clases
medias y bajas). El estado perdió legitimidad «desde arriba» (a nivel del poder
económico) y «desde abajo». La desregulación financiera y comercial, las
privatizaciones, las deslocalizaciones industriales, desarticularon formas de
integración social y control económico que en los años 60 parecían «conquistas
históricas irreversibles».
En los países periféricos dicha crisis se manifiesta de una manera más
dramática. El incremento exponencial de los excluidos se combinó en los 90 con
una avalancha de privatizaciones que desnacionalizaron la mayor parte de las
empresas estatales y redujeron a la mínima expresión la intervención económica
pública. Si ya antes de esto buena parte de los estados periféricos disponían
de un bajo poder de decisión, la ola neoliberal llevó al colapso o a drásticas
reducciones a las administraciones públicas9. El Estado se alejó de las zonas
urbanas marginales, convertidas en tierra de nadie; bandas mafiosas se lanzaron
a la rapiña de los patrimonios nacionales conformando inéditos panoramas de
subdesarrollo caótico y corrupción.
En plena euforia neoliberal, buena parte de los gurúes consideraban a la
ruina estatal como un proceso positivo que eliminaba trabas burocráticas a la
expansión de la economía de mercado, pero la crisis iniciada en 1997 los llenó
de pánico; el desorden financiero, la sucesión de colapsos productivos (Asia
del este, Rusia ...) dejaron al descubierto que el capitalismo no es una pura
interacción de empresas y clientes sino un conjunto más vasto en el que
diversas componentes (institucionales, culturales, etc.) de regulación y
control social constituyen factores indispensables para la supervivencia del
mismo; al degradarse la administración pública, el sistema pierde un punto de
apoyo esencial y el caos se generaliza.
Quinto, en el marco general de la globalización se han desarrollado
claros síntomas de entropía que se extienden como manchas de aceite. El caos
urbano es uno de ellos, coincidente con el fenómeno de expansión demográfica y
declinación económica en la periferia10, donde se suceden los primeros
colapsos, expresiones agudas de una marea irresistible que empieza a tocar
espacios, por ahora minoritarios de algunos países centrales11. Integrando el
proceso de degradación urbana pero extendiéndose más allá del mismo, fueron
emergiendo las llamadas «zonas grises», marcadas por la exclusión social, donde
la legalidad estatal tiende a desaparecer (Minc, 1993). Mientras aumenta la
urbanización de la humanidad, el mundo urbano deviene mayoritariamente
periférico y en las ciudades del subdesarrollo se expande velozmente el
porcentaje de marginales residentes en las áreas de exclusión.
En los 90 creció, como nunca antes, la inseguridad urbana, uno de cuyos
aspectos más llamativos ha sido la multiplicación de delitos de alta violencia.
El fenómeno ha sido asociado a los procesos convergentes de crisis-repliegue
del estado y de maginalidad-desocupación-empobrecimiento. inscritos en la dinámica
de la globalización. Deberíamos agregar un tercer factor: la «descomposición
cultural» de vastos sectores sociales que incluye la declinación de creencias
colectivas igualitarias, solidarias, de identidad nacional, reemplazadas por
diversas formas de amoralidad y egoísmo disociador.
Esa inmensa criminalidad emergente es la base social de la delincuencia
organizada, suma de tramas complejas que conectan elites financieras, políticos
corruptos, estructuras militares y policiales mafiosas, pequeños y grandes
traficantes de drogas, bandas de ladrones y secuestradores. La extensión
mundial del parasitismo significa no solo hiperdepredación de fuerzas
productivas sino también liquidación de reglas de convivencia, regulaciones
civilizadas, convirtiendo a la vida cotidiana en un infierno.
Un aspecto complementario es la corrupción ascendente que organismos
internacionales, como el Banco Mundial o el FMI, atribuyen a los Estados
subdesarrollados resistentes a la dinámica de la economía de mercado, pero la arbitrariedad,
el favoritismo o la «imprevisibilidad judicial» —en suma, la transgresión
permanente de las normas legales— son componentes indispensables del
capitalismo periférico real, tal como se presenta en los 90, donde las empresas
transnacionales, los grupos financieros y las elites locales operan como
jaurías depredadoras con expectativas de hiperbeneficios incompatibles con el
funcionamiento de reglas de juego, incluso las más favorables a dichos
intereses. Las bandas cleptocráticas de políticos y funcionarios públicos son
las versiones grotescas, en el submundo, de las «hábiles maniobras financieras»
de George Soros, de las exigencias despiadadas de Michel Candessus o de las
bravuconadas imperiales de Tony Blair y Bill Clinton.
La fulgurante expansión de las
redes mafiosas constituye hoy un dato decisivo del sistema global. El ingreso
anual mundial del narcotráfico (esencialmente un negocio de países ricos) era
evaluado a comienzos de esta década en unos 500 mil millones de dólares; dicho
monto ha estado aumentando de manera acelerada, y actualmente supera
holgadamente los 600 mil millones12, produciendo impactos sociales
catastróficos en los países subdesarrollados. Expertos en el tema han
introducido la distinción entre los llamados «narco-estados», donde hay
evidencias de que las mafias tienen acceso a los resortes fundamentales del
Estado, poniendo a su servicio al ejercito, a la policía, a la justicia, etc.,
y los llamados «estados-bajo-influencia», donde el grado de penetración de esas
redes en el poder es suficientemente grande como para asegurarles un amplio
margen de impunidad.
La narcoeconomía integra un sistema más amplio compuesto por una
multiplicidad de negocios ilegales y legales estrechamente imbricados, cuyos
ingresos anuales originados por actividades delictivas era evaluado hacia
mediados de los 90 por las Naciones Unidas en aproximadamente 1 billón de
dólares, y cubre desde el narcotráfico hasta el comercio de armas, la
prostitución, la «protección», el secuestro, el juego clandestino, el
contrabando, etc. La cifra real estaría entre 1,5 y 2 billones, pero al negocio
ilegal es necesario sumar los negocios legales asociados (industria, comercio,
turismo, transporte, sector inmobiliario, especulación financiera, etc.) 13,
agregando ambos rubros era posible en 1997 superar los tres billones de dólares
(alrededor del 10% del Producto Bruto Mundial).
El análisis de diversos indicadores nos lleva a formular varias
hipótesis sobre mafia y globalización. La primera de ellas es que nos encontramos
en presencia de un crecimiento vertiginoso del poder mafioso (que se ha
convertido en un factor decisivo del sistema global).
La segunda es que el rastreo de cualquier red mafiosa importante nos
lleva indefectiblemente hasta el corazón de la economía mundial, los países
centrales, allí donde se encuentran las conducciones estratégicas del negocio,
que no deben ser pensadas como bandas de gángsters clásicas o como «logias»
criminales secretas al margen o en el subsuelo del establishment, sino como componentes
«normales» y en ascenso del mismo en tanto ingredientes indispensables del
sistema dominante (la práctica mafiosa ha devenido funcional a la economía de
mercado globalizada). Tercera hipótesis: la expansión mafiosa, dado su peso
relativo y penetración globales y su conducta depredadora, constituye no sólo
una componente esencial de la economía global de mercado, sino una de sus
tendencias dominantes coincidente con la euforia neoliberal, la hipertrofia
financiera, los procesos de marginalidad social y crisis del estado.
La música de fondo del fenómeno es el desarrollo sin precedentes de las
más variadas formas de parasitismo. Según Jean Ziegler, el crimen organizado ha
pasado a ser «la etapa superior» y «paroxística» del capitalismo signada por la
realización de hiperbeneficios a velocidad vertiginosa14. En buena medida es
así, aunque esta mutación no se entiende si no hacemos referencia a la
financiarización del mundo empresario y a la obtención de superganancias
especulativas que compensan la reducción de la rentabilidad en las actividades
productivas.
Si bien el parasitismo y el poder mafioso aparecen a la cabeza del
desorden decadente, ello no debe hacernos ignorar otros aspectos como las
catástrofes sanitarias (SIDA, renacimiento de antiguas enfermedades sociales
como la tuberculosis, etc.), las hambrunas, las guerras étnicas, las olas de
refugiados y otros males cuya convergencia temporal no puede ser el resultado
de una casualidad, sino de causas estructurales, de cambios cuyo motor es la
globalización neoliberal.
III.- Dinámica de la crisis
Sobre la base de un contexto global signado por la concentración económica,
la exclusión creciente y el ascenso del parasitismo, se produjo la ruptura de
1997, consecuencia lógica de graves deterioros impulsados por un mecanismo que
condujo a la economía mundial hacia un callejón sin salida. La descripción de
los seis procesos siguientes podría ayudarnos a esbozar una dinámica general de
la crisis.
1. La desaceleración del crecimiento global a lo largo del último cuarto
de siglo con eje en la pérdida de dinamismo de las economías centrales. La tasa
de variación anual del Producto Bruto Mundial promedió el 4,5% en 1970-79,
descendió al 3,4% en 1980-89 y al 2,9% en 1990-99 (FMI,1997; The World
Bank,1998); ello se debió a la desaceleración de las economías del G7 (dos
tercios de la producción mundial), especialmente la de sus tres países
principales, Estados Unidos, Alemania y Japón.
La prosperidad de postguerra comenzó a degradarse hacia fines de los 60;
la crisis petrolera de 1973-74 dio el golpe decisivo a una economía mundial ya
deteriorada por los desajustes monetarios, el descenso de los beneficios
empresarios, la creciente capacidad productiva ociosa y la desaceleración del
endeudamiento privado en los países centrales que, a partir de ese momento,
ingresaron a un tobogán donde la reducción del crecimiento productivo corría
paralela a la pérdida de dinamismo de la demanda15.
Durante los 70 el fenómeno combinó estancamiento e inflación. El alza de
los precios de las materias primas provocó aumentos de costos, empresas y
estados frenaron las subas salariales, comprimiendo los consumos internos en
los países ricos y causando pérdidas de empleos, lo que bloqueó aun más la
demanda, a ello se sumó la expansión de la especulación financiera
(«petrodólares»).
El estancamiento de la demanda de la OCDE se contrapuso al incremento de
las importaciones de los países petroleros, incentivando las exportaciones de
las economías centrales, orientación «hacia afuera» que se acentuó en los 80 y
9016, agudizándose la guerra comercial, uno de cuyos instrumentos privilegiados
fue el arma tecnológica que redujo costos de materias primas, desaceleró
salarios, aumentó la desocupación, redujo a largo plazo el poder de compra de
los países periféricos y barrió del mercado a empresas «no competitivas» tanto
en el centro como en la periferia, causando concentración empresarial y
deterioro de economías regionales y nacionales. Gracias a la tecnología y a la
reducción del proteccionismo, las grandes empresas de los países centrales pudieron
incrementar su autonomía, lo que incentivó su presión contra los salarios, el
gasto social y otros «costos». A ello se sumaron las deslocalizaciones de
empresas (en busca de salarios e impuestos más bajos) lo que exacerbó aún más
el desempleo17.
Visto desde el ángulo histórico, de largo plazo, resulta sorprendente
como la expansión desmesurada del comercio internacional, las deslocalizaciones
y la aceleración de la revolución tecnológica —hechos que han sido en realidad
efecto y causa de la crisis— constituyeron durante varias décadas pilares
esenciales del discurso acerca de la victoria de la economía global de mercado.
2. El crecimiento de la deuda pública de los países ricos.
El menor dinamismo económico implicó la desaceleración de los ingresos
fiscales de estados empujados a sostener la demanda, frenar los precios y
apuntalar las ganancias empresariales. Ello derivó en políticas que expandían
el gasto público, practicaban reducciones fiscales en beneficio de las grandes
empresas y enfriaban los costos salariales. Por otra parte, el rigor monetario
y la liberalización financiera que coincidían con una mayor demanda estatal de
fondos (motivada por los déficits presupuestarios) hicieron subir las tasas de
interés. De ese modo, mejoró radicalmente la rentabilidad de las actividades
financieras (hacia las que progresivamente se volcaban importantes grupos de
negocios), desacelerando aún más el crecimiento, desalentando las inversiones
—en especial de las empresas pequeñas y medianas— y generando desocupación.
El enfriamiento económico general bloqueaba las inversiones productivas;
los excedentes financieros que no podían orientarse hacia ellas quedaban
disponibles para cubrir los déficits estatales; de ese modo, la declinación del
crecimiento generó al mismo tiempo la demanda y la oferta de títulos públicos.
El círculo vicioso quedaba completo: el encarecimiento del crédito
frenaba el crecimiento, lo que engendraba déficits fiscales, lo que provocaba
endeudamiento público, lo que —finalmente— presionaba hacia arriba las tasas de
interés, etc.
Una porción significativa de los excedentes financieros había
encontrado, hacia mediados de los 70, la ruta de los países periféricos que
fueron alentados a endeudarse, esto permitió el desarrollo de una primera bomba
financiera que estalló a comienzos de los 80 con la «crisis de la deuda» en el
Tercer Mundo. La deuda externa de esas naciones se había multiplicado por ocho
entre 1970 y 1980; luego del desastre, se produjo una reorientación de
capitales hacia los países centrales, donde la inflación se reducía pero la
desocupación aumentaba y los estados se endeudaban cada vez más.
Las políticas de austeridad en el gasto público impuestas en la
periferia, asumieron una dirección contraria en los países ricos. En la primera
el FMI obligaba a comprimir los déficits presupuestarios y frenar el
endeudamiento externo mientras que en las naciones desarrolladas eran
establecidas estrategias opuestas (más gasto18, déficit y deuda estatal).
En 1996 la deuda pública total de los países del G7 (aproximadamente 14
billones de dólares) equivalía al 74% de la suma de sus Productos Brutos
Internos y al 48,5% del Producto Bruto Mundial.
Hacia comienzos de los 90, el enorme peso de esas deudas comenzó a ser
presentado como un freno al crecimiento (efecto negativo de las altas tasas de
interés sobre las inversiones) y un generador de déficit fiscal (volumen en
aumento de fondos destinados al pago de la deuda). El ciclo de endeudamiento de
los países centrales ingresaba en una fase de crecimiento lento, matizada con
tentativas de ajuste de las cuentas públicas. En el caso norteamericano, la
efímera prosperidad de los 90 permitió avanzar hacia la reducción del déficit,
pero en Europa el intento se vio frenado por el espectro del estancamiento.
La deuda externa de la periferia (cerca de 2,2 billones de dólares)
aparece en términos globales como una cifra menor, pero su crecimiento e
importancia con respecto a las frágiles economías subdesarrolladas la
convierten en un factor explosivo; así lo ha demostrado la crisis de la deuda
de 1982, la crisis mexicana de fines del 94 y los recientes sacudones (desde
1997).
Los ciclos de endeudamiento periféricos han sido asimétricos con
relación a los de los países centrales. La deuda periférica ha cumplido una
función compensatoria para los flujos de fondos en búsqueda de rentabilidad.
Durante los 70, la expansión de petrodólares y otros excedentes financieros no
ubicables en las economías desarrolladas estancadas, se volcaron hacia la
periferia produciendo allí deudas relativamente grandes. En los 80, cuando los
estados desarrollados aceleraron su endeudamiento, los periféricos —muchos de
ellos realizando ajustes supervisados por el FMI— se endeudaron lentamente;
finalmente en los 90, cuando los primeros comenzaron a aplicar medidas de
contención del endeudamiento, los segundos —en especial su grupo de economías
calificadas como «emergentes»— recibieron una avalancha de fondos. A partir de
1997 nos encontramos frente a una situación que empezó reiterando el vaivén
conocido (reflujo de capitales desde la periferia hacia el centro), pero que
rápidamente se encontró en los países ricos con estados sobreendeudados
empeñados en políticas fiscales restrictivas y con mercados bursátiles
demasiado inflados. Se trata de una realidad nueva, de saturación financiera,
que reduce de manera notable el margen de maniobras tradicional.
3. La «financierización» de las grandes empresas contribuyó de manera
decisiva a la transformación del negocio financiero en el centro de la economía
de mercado.
Se trata de un movimiento doble, por una parte las empresas ingresaron
en el campo de los negocios financieros y por otra los grupos financieros se
instalaron en las estructuras empresarias. Los sistemas empresarios cada vez
más concentrados encontraron en la especulación la compensación a los
rendimientos insuficientes, esto produjo una desvío creciente de fondos que
afectó negativamente a la producción y al empleo. Las oportunidades de negocios
especulativos se multiplicaron, los títulos de deuda públicas, las acciones y
otros papeles ofrecían buenas ganancias sin necesidad de esperar plazos largos.
Las empresas disponían de excedentes pero también necesitaban fondos
para financiar sus guerras tecnológicas y comerciales, cada vez más duras,
pudieron entonces acudir al mercado y aprovechar las desregulaciones para
colocar acciones y obligaciones. Ello introdujo en el seno de sus directorios a
representantes de grupos financieros cuya visión de los negocios modificó de
manera decisiva el comportamiento empresario.
En Estados Unidos el incremento de la participación de las acciones en
los activos de las empresas, la creciente participación de los «inversores
institucionales» en el capital empresario y el movimiento ascendente de
fusiones y adquisiciones de empresas se inscribe en la lógica financiera
favorable a las operaciones de corto y mediano plazo y en detrimento de las
estrategias de largo aliento. Según un estudio realizado por la Reserva Federal
de los Estados Unidos más de un tercio de las empresas adquiridas entre 1984 y
1989 fueron revendidas durante ese mismo período.
Pero no solo las empresas se lanzaron al área financiera-especulativa:
también lo hicieron los bancos, cuyas actividades tradicionales fueron complementas
o desplazadas por la nueva especulación (productos derivados, especulación
cambiaria, etc.). Así ocurrió en Japón con Mitsubishi o en Francia con la
Société Générale19. En Estados Unidos se han producido reconversiones casi
completas de bancos hacia estos negocios, tal el caso del Bankers Trust de
Nueva York —ya hacia comienzos de los 90 las tres cuartas partes de sus
ingresos provenían de la especulación con «productos derivados».
4. La hipertrofia financiera aparece en el centro de la economía global;
las transacciones cambiarias que llegaban a un poco menos de 20 mil millones de
dólares diarios a comienzos de los 70, se habían multiplicado por 65 en un
cuarto de siglo (en 1995 alcanzaban 1,3 billones de dólares) y hacia 1998
habían tocado los 2 billones (cifra próxima a toda la deuda externa de los
países periféricos), y grupos especulativos ganan o pierden fortunas colosales
en unas pocas jornadas20. La imagen de la avalancha financiera incontenible e
impredecible que escapa a todo control se fue consolidando a lo largo de los
90s. Dos aspectos deben ser enfocados: por una parte su dimensión y ritmo de
desarrollo, y por otra la trama de comportamientos sociales que la empujan
hacia adelante.
Algunos indicadores pueden ilustrarnos acerca del primer punto. En 1995,
la suma de acciones y títulos de deudas públicas y privadas emitidas en Estados
Unidos llegaban a una cifra que representaba el 250% de su Producto Bruto
Interno; comparaciones similares nos llevan a volúmenes del orden del 147% en
el caso de la Unión Europea y del 175% en el de Japón. La totalidad de
«papeles» emitidos en esas tres economías se aproximaba a los 40 billones de
dólares, casi el doble de la suma de sus PBI.
Este desmesurado empapelamiento de la economía mundial fue el resultado
de la combinación en los países de la OCDE del bajo crecimiento de la
inversiones productivas y del elevado aumento de las colocaciones de fondos en
activos financieros. Entre 1980 y 1992 la formación bruta de capital fijo
creció según una tasa anual promedio del orden del 2,3% contra un 6% para los
activos financieros (OCDE). Dicha tendencia se vio reforzada desde fines de los
80 con una marea de fondos especulativos orientados hacia la periferia.
Superando los límites tradicionales del sistema bancario emergieron los
«Fondos de Pensión», utilizando los ahorros de los futuros jubilados y los
«Mutual Funds» o fondos comunes de inversión que canalizaban dinero de origen
diverso hacia la compra de papeles de todo tipo en toda clase de países. A lo
largo de los 80 estos fondos crecieron vertiginosamente pero en los 90 la
expansión fue aun más fuerte. Hacia 1988 los Fondos de Pensión de las naciones
de la OCDE administraban inversiones del orden de los 3,9 billones de dólares,
una década después dicha cifra se había multiplicado por 2,6 llegando a los
10,2 billones (aproximadamente un tercio del Producto Bruto Mundial).
En Estados Unidos, los Fondos Comunes de Inversión (Mutual Funds)
administraban hacia 1980 activos por unos US$ 130 mil millones, pero en 1990
llegaba al billón de dólares y en 1997 a los 3,7 billones de dólares, que
representaba cerca del 50% de su Producto Bruto Interno. Hacia 1980, en ese
país cuatro categorías de «inversores institucionales» (fondos de pensión,
fondos comunes de inversión, compañías de seguros y de seguros de vida)
administraban activos financieros por unos 1,6 billones de dólares que representaban
algo menos del 60% de su PBI; en 1990 alcanzaban los 5,2 billones de dólares
(95% del PBI), pero en 1993 superaban los 8 billones (125% del PBI). En
Inglaterra, para esa última fecha, dicha cifra rondaba los 2 billones de
dólares (165% de su PBI).
La punta de lanza especulativa de los fondos de inversión son los
llamados «hedge funds» o «fondos de cobertura», teóricamente destinados a
reducir el riesgo de los inversores a través de operaciones muy audaces y
sofisticadas; en realidad, su función es la de ponerse en la cresta de la ola
financiera, como las compras de los tristemente célebres GKO rusos (títulos de
deuda pública interna, en rublos). El primero de ellos es el Quantum Fund
capitaneado por George Soros; hacia 1990 existían unos 200 «hedge funds», en
1998 eran unos cuatro mil.
El nivel más alto de la especulación ha sido alcanzado por la gestión de
los llamados «productos financieros derivados». El Banco Internacional de
Compensaciones, con sede en Basilea, es la institución que realiza el
seguimiento más sistemático del tema; sus informes alimentan las publicaciones
del FMI y otras organizaciones. El Banco publica series que incluyen
selecciones representativas del fenómeno, cuyo ritmo de crecimiento ya
importante a fines de los 80 se hizo exponencial en los 90s. Una de esas
series, por ejemplo, incluye negocios que totalizaban US$ 4,4 billones en 1991,
llegaban a 8,4 billones en 1993 y a 24 billones en 1996, y en 1997
representaban un volumen equivalente al del Producto Bruto Mundial (BIS, 1997 y
1998).
El segundo aspecto a destacar es la trama de comportamientos que
impulsan la hipertrofia especulativa. Entre ellos debe ser destacado el de los
estados centrales que desde los 80 persistieron con sus déficits fiscales y
endeudamientos, lo que los empujó a liberalizar los sistemas financieros
abriendo sus ofertas de títulos al capital internacional, en el que empezaron a
destacarse los inversores institucionales (Fondos de Pensión, Fondos Comunes de
Inversión). Las deudas estatales se globalizaban, los «productos derivados»
incluían operaciones con títulos públicos. En 1992, el 20% de los títulos de la
deuda pública de los Estados Unidos estaba en manos de inversores extranjeros;
en el caso alemán llegaba al 25% contra 5% en 1979; y en Francia al 32% contra
0% en 1972. Las operaciones diarias en títulos de la deuda de los EE.UU pasaron
de 13.800 millones de dólares en 1980 a 70 mil millones en 1988 y a 120 mil
millones en 1993; en Japón esas operaciones pasaron de 1.400 millones de dólares
diarios en 1980 a 29 mil millones en 1986 y a 57.600 millones en 1993.
El estado norteamericano debía 1,1 billones de dólares en 1981, 2,2
billones en 1986, 3,4 millones en 1991, 4,6 billones en 1996; el estado japonés
adeudaba unos 140 billones de yenes en 1981, 230 billones en 1986, 310 billones
en 1993 y más de 410 billones en 1996. La expansión de las deudas periféricas
contribuyó de manera significativa a la generación de la hipertrofia financiera
global, pero su peso es claramente menor al del endeudamiento central.
Por otra parte, la liberalización financiera desarrollada desde los 80
coincidió con una permanente inestabilidad económica. Las fluctuaciones de las
paridades cambiarias y de las (altas) tasas de interés, sumadas a la
desaceleración de las demandas, la desocupación y precariedad laboral,
engendraron una situación donde amplios sectores sociales, desde asalariados
hasta empresarios, eran afectados por una incertidumbre creciente, engendrando
en ellos una debilidad estratégica que fue aprovechada por la especulación
financiera para la cual el riesgo es su hábitat natural.
Además, empresas y bancos se fueron embarcando rápidamente en una
proceso de «financierización» que les aseguraba beneficios que compensaban la
menor rentabilidad de sus actividades tradicionales, o bien que les permitía
conseguir fondos de manera directa. También empezaron a conseguirlos cada vez
más los consumidores de los países ricos y las clases superiores de la
periferia a través de diversos mecanismos de endeudamiento y especulación
(desde la generalización de las tarjetas de crédito hasta la participación
familiar masiva en el negocio bursátil que en Estados Unidos llegaba a fines de
los 90 a proporciones nunca vistas).
Al círculo vicioso especulativo debemos agregar la transformación de la
periferia en una zona de negocios rápidos de altísima rentabilidad
(privatizaciones de empresas públicas, hipervalorización de activos como
inmuebles o títulos, multiplicación de bolsa de valores, etc.) y la
proliferación de negocios ilegales (tráfico de drogas y armas, prostitución,
«protección», corrupción del estado, etc.) que alimentaron la bomba financiera
global.
Podemos detectar una cadena donde cada eslabón se enlaza profundamente
con el otro en una secuencia donde los beneficios (y los riesgos) van
aumentando, desde el empresario o la familia que ganan «un poco más» con alguna
especulación, hasta el grupo financiero que gana mucho más combinando la
compraventa de títulos con el blanqueo de narcodólares o algún negocio fraudulento
con un gobernante periférico corrupto, para llegar finalmente a las mafias.
5. La transformación de la periferia en zona de hiperganancias rápidas
en beneficio de los grandes grupos transnacionales en especial de las redes
financieras.
Los 90 trajeron la novedad de la irrupción de los «mercados emergentes»
hacia donde se dirigieron enormes flujos financieros. Ya no se trataba, como en
el pasado, de préstamos públicos acompañados por algunas inversiones privadas,
sino de grandes corrientes de capitales donde el sector privado cumplía el rol
principal. El aumento del Producto Bruto Interno y de las exportaciones y la
multiplicación-crecimiento de las bolsas de valores, aparecían como hechos
positivos de economías que según los medios de comunicación superaban
rápidamente el subdesarrollo gracias a su integración a los negocios
internacionales. Los países de Asia del Este, algunos de los cuales venían
creciendo con fuerza en los 80, marcaban el ritmo. Las entradas netas de
capitales privados en la periferia eran cada vez mayores: 57 mil millones de
dólares en 1990, 150 mil millones en 1991..., 211 mil millones en 1995 (IMF,
1996).
A mediados de los 90, la SFI (Sociedad Financiera Internacional,
integrante del Banco Mundial) señalaba la existencia de 36 bolsas de valores
«emergentes» importantes. Muchas de ellas inexistentes pocos años antes, otras
tradicionalmente marginales, atraían capitales provenientes del Primer Mundo e
incitaban a los especuladores locales y regionales a sumarse a la prosperidad.
La capitalización bursátil (valor de mercado de las empresas cotizadas en las
bolsas de valores) creció de manera explosiva: en 1993 representaba en Malasia
el 342% del PBI, el 105% en Tailandia, el 94% en Jordania y el 102% en Chile;
frente a ello, Francia se situaba en el 36%, Japón en el 71%, Alemania llegaba
al 24% e Italia al 19% ( IFRI-Ramses 97, IMF 98).
En 1983 la capitalización bursátil de la periferia apenas alcanzaba los
100 mil millones de dólares: diez años después la misma se había multiplicado
por 15.
Hacia fines de los 80, los países ricos comenzaron a mostrar una
insuficiente capacidad de absorción de masas financieras en vertiginosa
expansión; esto se combinó con la acentuación de las deslocalizaciones
productivas que huían de las economías con salarios e impuestos altos hacia las
zonas subdesarrolladas, donde una relativamente aceptable calificación laboral
pagada a precios bajos se combinaba con la debilidad ( o corrupción) fiscal.
Los países emergentes recibieron avalanchas de préstamos e «inversiones
directas», aunque buena parte de estas últimas no significaba ampliaciones
importantes del potencial productivo, sino más bien desnacionalizaciones de
empresas públicas y privadas preexistentes. Muchas de las nuevas instalaciones
consistieron en enclaves exportadores o empresas que operaban con mercados
locales a los que sometían a precios desmesurados en relación con los costos.
En muchos casos no innovaban demasiado en materia de superganancias,
sino que se «integraban» a tradiciones locales de superexplotación y
depredación de recursos (exacerbándolas), aunque la masa de inversiones
directas e inducidas provocó grandes saltos cuantitativos que en plazos cortos
causaron importantes transformaciones. Se instaló a lo largo de los 90 una
devastadora lógica de hiperbeneficios rápidos (financieros, productivos,
comerciales, etc.). Los flujos centro-periferia (que velozmente fueron
compensados por exportaciones de beneficios en sentido inverso) se combinaron
con evasiones de fondos hacia los países centrales; en algunos casos el
fenómeno fue pasajero (por ejemplo, en América Latina, después de la crisis
mexicana de fines de 1994); en otros persistió como en las «economías en
transición» de Europa del Este, principalmente Rusia.
Expertos improvisados y gurúes atribuían estos hechos a «turbulencias
coyunturales» o a inadaptaciones o retrasos de esos países con respecto al
proceso de globalización liberal. Pero a partir de 1997, una tras otra las
regiones «emergentes» sufrieron los efectos catastróficos de bombas aspiradoras
de capitales manipuladas por «inversores» industriales o financieros, locales o
extranjeros que embolsaban beneficios y liquidaban activos transfiriendo sus
capitales a los países centrales. El rostro amable de los capitalistas
modernizadores se convirtió de la noche a la mañana en la mano brutal del
saqueador, y cuando algún subdesarrollado angustiado preguntaba sobre las
causas del desastre o acerca de cómo prevenirlo o amortiguarlo, no faltaba
algún gurú soberbio como Lester Thurow que, desde su irresponsabilidad global,
afirmaba a mediados de setiembre de 1998 que «el capitalismo es así [y
pretender] controlar la volatilidad que causan los flujos de capitales en el
mundo es como afirmar que a veces sería bueno suspender la ley de la gravedad»,
luego de lo cual recomendaba que «el secreto es saber limpiar el desastre,
cerrar lo que ya no sirva» (Thurow, 1998).
El comportamiento de los «inversores externos» obedece a una lógica que
enlaza excedentes de inversiones centrales grandes y seguras (aunque con
márgenes de rentabilidad cada vez más acotados) con negocios periféricos
inestables de relativamente menor magnitud, pero con hiperbeneficios obtenidos
en plazos reducidos.
Se genera así una suerte de circulo vicioso: proliferan negocios rápidos
de elevados rendimientos que desestructuran los tejidos económicos locales,
promueven endeudamientos públicos y privados desmesurados y corrientes
importadoras incontrolables (compensadas a veces con exportaciones frágiles),
que suelen culminar en depresiones caóticas. El horizonte de inestabilidad
resultante sirve de base para la «exigencia de los mercados» por ganancias
altas y rápidas. En el submundo exótico de la periferia los megagrupos globales
no están dispuestos a esperar largos períodos de maduración.
Mientras tanto la bomba financiera global que encontraba un factor
adicional de crecimiento en las ganancias periféricas crecía más y más ...
6. La expansión de un amplio abanico de «negocios ilegales»
estrechamente vinculados a los negocios financieros pero también a las empresas
productivas legales y a los estados centrales y periféricos. La secuencia de
beneficios crecientes desde los sistemas productivos centrales hasta la
periferia, pasando por las deslocalizaciones industriales y la especulación
financiera, tiene un último eslabón: el de los «negocios ilegales».
Es sumamente difícil establecer un corte, una frontera precisa entre la
economía de mercado formal, en especial las actividades financieras más
rentables, y los sistemas mafiosos, bancos de primera fila internacional que
lavan narcodólares, grupos globales muy diversificados donde es posible
localizar «áreas opacas» plagadas de actividades clandestinas, pero también
reconocidos jefes mafiosos operando negocios legales conforman una maraña
mundial inextricable. Como ya fue señalado, la criminalidad organizada y sus
espacios próximos constituyen un volumen de negocios considerable (3 billones
de dólares en 1997) en veloz expansión, formando parte del núcleo central de la
economía mundial.
La ruta hacia mayores beneficios (que infla el área ilegal a medida que
la zona legal se desacelera) puede ser visualizada como un proceso de largo plazo
(últimas tres décadas), que se inicia con la crisis de las sociedades de
consumo desarrolladas, keynesianas, y culmina en su escala final mafiosa.
Los seis procesos descritos pueden ser interrelacionados históricamente
y servir de base para el esbozo de una dinámica general de la crisis Dicho
esquema debería ser integrado a una visión más amplia que incluya aspectos no
sólo económicos, sino también políticos, sociales, culturales, etc., pero ese
objetivo excede los límites de este trabajo.
Globalización y crisis constituyen dos realidades estrechamente
vinculadas. La crisis de los países centrales iniciada en los 70 pudo ser
amortiguada, postergada, gracias a un complejo mecanismo de desarrollo mundial
de negocios marcada por el parasitismo financiero, pero esta evolución,
salpicada por varios sacudones monetarios y productivos, concluyó en una
gigantesca crisis global, en la mega-ruptura de 1997. En resumen, la
postergación global de la crisis derivó en crisis de la globalización, el proceso
duró aproximadamente un cuarto de siglo.
La prosperidad de la postguerra terminó en 1973-74 (shock petrolero),
con el telón de fondo de una crisis de sobreproducción. Las economías
industrializadas ingresaron en la «estanflación» (los precios subían al igual
que la desocupación y los aparatos productivos se estancaban); a partir de
allí, sus tasas de crecimiento económico fueron cayendo tendencialmente hasta
hoy. Ello se tradujo en altos niveles de desocupación y precarización laboral
agravados por la guerra tecnológica entre las empresas presionadas por
preservar o conquistar mercados cada vez más duros. En consecuencia, se fue
imponiendo una tendencia pesada, durable, de desaceleración de la demanda, lo
que a su vez frenó la expansión productiva convirtiendo la sobreproducción de
comienzos de los 70 en un fenómeno crónico que pudo ser en ciertos momentos
reducido pero nunca eliminado.
La desaceleración económica causó problemas fiscales: un achicamiento
del gasto público hubiera agravado aún más la recesión, pero una mayor presión
tributaria también habría tenido efectos recesivos. Además existían excedentes
financieros de empresas y bancos ( petrodólares, etc.) con serias dificultades
para convertirse en inversiones productivas debido a la situación de estancamiento.
En los 80, la «solución» al problema fue encontrada por medio de un crecimiento
vertiginoso de la deuda pública: el hiperendeudamiento de países ricos sucedió
al de los países pobres del segundo lustro de los 70s.
Esto se vio facilitado por la liberalización financiera y cambiaria que
empujó hacia arriba las tasas reales de interés y eternizó la inestabilidad de
las paridades entre las monedas fuertes. Los estados necesitaban fondos para
sostener las demandas internas (pagos de pensiones, subsidios a desempleados,
gastos militares, etc.) desbordando las disponibilidades monetarias locales y
acudiendo a los inversores internacionales lo que los indujo a eliminar las
trabas a la libre circulación de monedas, a la compraventa de títulos públicos y
privados y al desarrollo de negocios financieros.
La financierización empresaria completo el círculo; las empresas
colocaban fondos en títulos públicos pero también en papeles emitidos por otras
empresas embarcadas en difíciles luchas por los mercados.
Se constituyó así una interacción estrecha entre tres fenómenos
principales: la desaceleración del crecimiento económico, el crecimiento del
endeudamiento público y la financierización empresaria. La misma alimentó un
monstruo especulativo que creció sin cesar hasta convertirse en hipertrofia
financiera.
Esta última se nutría con tasas reales de interés altas que frenaban la
inversión y el consumo y que en consecuencia causaban más déficit fiscal y
exacerbaban la guerra interempresarial haciendo crecer el empapelamiento
general (acciones, títulos de deuda pública, etc.) con lo que las tasas de
interés permanecían elevadas.
Hacia comienzos de los 90, los endeudamientos estatales —solución
provisoria al estancamiento de los 70— comenzaban a ser percibidos negativamente
por lo gobiernos centrales y los grandes grupos económicos (el salvavidas
liberal se hacia cada vez más pesado amenazando con hundir a las economías
ricas). Por otra parte los excedentes acumulados por un sistema financiero
gigantesco, devenido hegemónico, requerían nuevas áreas de expansión que les
permitieran preservar sus niveles de rentabilidad; diversos mecanismos
adicionales posibilitaron el sostenimiento de la reproducción ampliada del
mismo.
La ingeniería financiera aceleró su desarrollo; fondos de pensión y de
inversión, bancos y empresas de todo tipo, encontraron en la revolución
informática el atajo tecnológico que les permitió crear productos financieros
derivados, articular una red bursátil y cambiaria mundial operando las 24 horas
del día, y otras innovaciones que los medios de comunicación pintaban como las
cabeceras de playa del nuevo capitalismo planetario triunfante. Los negocios se
expandieron ya no sólo a las empresas, los bancos y los «inversores
institucionales», sino también a las familias, los pequeños ahorristas que se
incorporaban de manera directa o indirecta —principalmente en los EE.UU— a la
euforia especulativa. Se inflaron las bolsas, se valorizaron activos, aumentó
la bomba financiera.
Por otra parte, se acentuó y generalizó el fenómeno de las «economías
emergentes»: hacia allí fueron flujos monetarios que adquirieron e instalaron
empresas, compraron papeles públicos y privados, todo ello en una lógica de
beneficios altos y rápidos que en poco tiempo engordó de manera significativa
la bomba financiera global, acentuando deslocalizaciones industriales mediante
la desocupación y la precarización laboral en los países ricos. El
desmantelamiento de Rusia y otros países del este europeo generó una gran
evasión de capitales hacia las economías centrales, reforzando dicho proceso.
Lo que fue presentado como la incorporación de países subdesarrollados y
ex-socialistas a la economía global de mercado, a las ventajas del Primer
Mundo, no fue sino la implantación de un sistema de succión, de una
mega-aspiradora de capitales que terminó por desestructurar de manera profunda
esas economías acelerando la hipertrofia financiera mundial.
Por último se desarrolló un mecanismo en sus comienzos marginal pero que
luego se fue instalando en el corazón de la economía global, el área de los
negocios ilegales, visibles, desembozados en la periferia, discretos en el
centro (donde residen sus jefaturas estratégicas). Estos negocios de muy alta
rentabilidad (y riesgo) se expandieron como una mancha de aceite acelerando su
marcha en los 90 (ya importante en los 80). La bomba financiera encontró otro
factor adicional de crecimiento y se fue plagando de pústulas mafiosas.
La ruptura de 1997 apareció primero como una catástrofe financiera de la
periferia (todavía a mediados de 1998 numerosos expertos seguían reduciéndola a
la imagen de «turbulencia monetaria asiática»... y sus consecuencias
internacionales); sin embargo, es básicamente una crisis global cuyo corazón se
encuentra en los países centrales envueltos por la desaceleración productiva y
el parasitismo.
La burbuja especulativa asiática no ha sido más que una epifenómeno de
la burbuja financiera-especulativa central, el estallido de la primera y de sus
hermanas periféricas fue dejando al descubierto a la madre patria del
parasitismo mundial.
Pero la crisis nos permite también ver más allá de los juegos
conceptuales que fabricaban universos económicos «monetarios» y «virtuales»
despegados de la «economía real». Las profundas interrelaciones, concretas.
históricas, entre los fenómenos descriptos demuestran el carácter ilusorio,
falso, de las fronteras entre esas supuestas esferas diferenciadas. No se trata
sino de una sola realidad social, donde la producción de bienes, su
intercambio, los medios monetarios, el empleo, pero también la política, el
Estado, la tecnología, las bandas mafiosas, etc., conforman un único sistema a
la deriva.
La ruptura de 1997 aparece así como una consecuencia necesaria del
proceso de globalización, la bomba financiera no podía expandirse
indefinidamente, tarde o temprano tenía que estallar, la sobrevalorización de
activos financieros no ha sido otra cosa que un mecanismo de concentración
mundial de ingresos y desorganización económica que amplia cada vez más la
brecha entre aparatos productivos dominados por la lógica del parasitismo
especulativo y masas crecientes de pobres y excluidos, la sobreproducción
crónica está en la base de la crisis, que podía ser postergada pero no eludida.
RELACIONES
1.- La caída del crecimiento provoca déficits fiscales o bien induce a
los gobiernos a impulsar la demanda a través de gastos no respaldados por
recaudaciones tributarias, el creciente peso de la deuda pública empuja hacia
arriba las tasas reales de interés lo que frena las inversiones y el
crecimiento.
2.- La expansión de la deuda pública alimenta la bomba financiera
global.
3.- El endurecimiento de los mercados impulsa a las empresas a
reemplazar inversiones de rentabilidad declinante por la compraventa de papeles
públicos y privados y a acudir al mercado para financiar su lucha por la
competitividad.
4.- Las empresas financierizadas adquieren títulos públicos.
5.- Los papeles adquiridos y emitidos por las empresas generan
excedentes que realimentan la bomba financiera.
6.- Una porción creciente de excedentes financieros se orientan hacia
los negocios ilegales que ofrecen altos beneficios los que a su vez incrementan
dichos excedentes, etc.
7.- Parte de los excedentes financieros empresarios se orientan hacia la
periferia (inversiones directas, compra de títulos, etc.) imponiendo allí una
lógica de hiperbeneficios rápidos.
8.- Los hiperbeneficios derivados de los negocios ilegales y/o
periféricos alimentan ambos fenómenos.
9.- Los beneficios ilegales alimentan la bomba financiera global (compra
de papeles públicos y privados, etc.).
10.- Los hiperbeneficios periféricos alimentan (y son impulsados por) la
bomba financiera global.
Conclusiones.
1.- La ruptura de 1997 constituyó un punto de inflexión al interior de
un proceso de larga duración que se inició hacia comienzos de los 70 (crisis
petrolera de 1973-74) y que tiene por delante un probable desarrollo también
largo.
La acumulación de desajustes estructurales, la dimensión de la bomba
financiera global, la incapacidad de las economías centrales para retomar un
ciclo de endeudamiento vigoroso y reactivar la demanda, el nivel de catástrofe
alcanzado por la periferia (lo que hace muy improbable el surgimiento de nuevos
«milagros»), la generalización de factores entrópicos (mafias, caos urbanos,
crisis del estado, etc.), el alto nivel de concentración de negocios, nos
señalan un prolongado camino de enfriamiento económico en el que van ingresando
los países centrales, siguiendo así la tendencia a la desaceleración del
crecimiento iniciada en los 70. El capitalismo victorioso de comienzos de los
90 se fue convirtiendo después de 1997 en un sistema que pierde dinamismo, que
se va desordenando cada vez más, lo que lleva a suponer nuevos saltos
cualitativos, rupturas, en el movimiento descendente.
2.- Los hechos de 1997 fueron presentados como «crisis periférica»,
asiática, localizada en los ex tigres, que luego se habría «difundido» hacia
otras regiones (teoría del contagio), pero la ruptura obedeció a un proceso de
degradación más amplio, global, con eje en los países de alto desarrollo,
verdadero motor de la crisis, fue la presión inversora de sus empresas la que
generó la euforia especulativa; la misma se convirtió luego en evasión de
capitales hacia el centro con sus secuelas recesivas para los ex países
emergentes.
3.- La ruptura de 1997 puso al descubierto la hipertrofia financiera
mundial, posibilitando la irrupción de «teorías financieras de la crisis», que
separaban artificialmente esferas «monetarias» de sectores «reales»; las
explicaciones psicologistas, anecdóticas, seudoculturales, resultaban
inevitables. Pero la bomba financiera constituye una componente de un fenómeno
más vasto, estructural, de pérdida de dinamismo de la economía global
capitalista que impulsó el endeudamiento público de los estados centrales y
periféricos, la financierización empresaria, la euforia especulativa en Estados
Unidos, las burbujas financieras asiáticas, etc.
4.- Los países de alto desarrollo (el G7 y otras economías menores del
sistema central) pudieron amortiguar, postergar su crisis iniciada en los 70
gracias a diversos mecanismos de globalización y financierización durante los
80 y 90, pero no pudieron superarla. Desde fines de los 80, aparecieron graves
síntomas de deterioro que se agravaron en los 90 (crisis financiera de 1987,
decadencia japonesa, crisis mexicana de 1994-95 ...) culminando en la
catástrofe de 1997: a partir de allí el sistema global entró en una zona de
turbulencias.
Hipótesis de trabajo: Así como la crisis actual debe ser integrada a un
proceso más largo (último cuarto de siglo), este último podría ser incluido a
su vez en un proceso de larga duración que se inicia con la Primera Guerra
Mundial y llega hasta el presente, donde la prosperidad de la economía de
mercado ocupa una porción minoritaria (solamente desde mediados de los 40 hasta
comienzos de los 70).
Dicho de otra manera, la declinación percibida entre 1973-74 y la
actualidad se inscribe dentro de una decadencia mayor. Esta idea podía ser
fácilmente aceptada hace tres lustros, pero la euforia neoliberal acompañada
por el derrumbe del sistema soviético impuso una imagen muy distorsionada de la
realidad histórica, cargada de triunfalismo capitalista, a la que contribuyeron
una aplastante estructura de medios de comunicación y sus gurúes.
Estos últimos intentaron instaurar una ideología simplista bañada en
«modernismo reaccionario» (Herf, 1993) que compartía con el viejo fascismo el
rechazo a los aspectos humanistas y democráticos de las revoluciones burguesas
europeas y la adoración de su núcleo tecnológico21.
La hipótesis de la reducción incesante de la base territorial del
capitalismo pareció quebrarse hacia comienzos de los 90, con el fin de la URSS
y su bloque. Occidente en torno de Estados Unidos parecía recobrar el poderío
imperial de comienzos de siglo, pero el renacimiento no fue sino una euforia
pasajera: la sombra de la decadencia volvió en menos de una década.
El análisis de la dinámica económica del capitalismo debe formar parte
de una evaluación más amplia del conjunto de la modernidad burguesa. Hace cerca
de dos décadas propuse la hipótesis de la decadencia hegemónica
(Beinstein,1981): la civilización occidental decae en el largo plazo pero
conservando su hegemonía cultural durante mucho tiempo; esta situación
paradójica explica las rupturas exitosas en áreas periféricas del sistema
global (e.g. Revolución Rusa) pero también sus limitaciones y fracasos. La
erosión de dicha hegemonía abre la posibilidad de nuevas rupturas periféricas,
de aprendizajes, de evaluaciones críticas de experiencias apuntando hacia el
futuro. La evolución de sistemas vivientes puede ser en ciertos casos entendida
por medio del concepto de paedomorfosis («retroceder para saltar mejor»), que
Chaunu incorpora acertadamente en el análisis de ciertos procesos históricos
(Chaunu, 1981). La crisis-decadencia abre un amplio margen para las tentativas
emancipadoras.
NOTAS
1.- Gracias a masivas privatizaciones y desnacionalizaciones acompañadas
por una avalancha de capitales externos especulativos.
2.- A través de un hipercomplejo juego de deslocalizaciones
industriales, la intensificación exponencial de las comunicaciones globales, la
movilidad internacional de personal calificado y no calificado, etc.
3.- El porcentaje real es mucho mayor ya que es necesario incluir a
numerosos países subdesarrollados cuyos PBI per cápita crecieron pero donde
centenas de millones de personas experimentaron el descenso en términos
absolutos de sus ingresos personales; igual constatación podemos realizar en
buena parte de los países desarrollados, por ejemplo Estados Unidos.
Seguramente cerca del 60 % de la población global sufrió el deterioro de sus
ingresos reales.
4.- Es necesario destacar la excepción china.
5.- Poblaciones pobres de países subdesarrollados de mediano-alto
ingreso como Argentina, o de estratos mas bajos.
6.- Un examen riguroso de la pobreza en la periferia nos obligaría
seguramente a ampliar de manera significativa esa cifra.
7.- Dicho sector cuenta en gran parte con subsidios de desocupación,
acceso a servicios educativos y sanitarios y ciertas «economías externas» y
potencialidades de integración resultado de su presencia en el seno de
economías ricas, pero estas «ventajas relativas» se han ido deteriorando con el
correr del tiempo, sectores crecientes de pobres del primer mundo han ido
descendiendo de manera gradual e irresistible a medida que esas sociedades se
polarizaban, se hacían mas desiguales.
8.- En 1997 el gasto público de los países del G7 (unos 6,9 billones de
dólares) equivalía a la facturación de las primeras 165 empresas globales
(Fortune-Global 500, OCDE).
9.- En 1997 el gasto público de todos los países periféricos
(aproximadamente de 1,3 billones de dólares) equivalía a la facturación de solo
las 10 primeras empresas globales (Fortune-Global 500, Banco Mundial).
10.- En 1980 la población urbana de la periferia llegaba a las 930
millones de personas contra cerca de 770 millones en el centro (relación 1,2 a
1); en dos décadas la relación pasó a ser de 2 a 1, la segunda creció
moderadamente a 960 millones y la primera llegó a los 1960 millones,
aproximadamente la mitad de estos últimos viviendo en «villas miseria»
(Ramonet, 1996, Bairoch, 1985).
11.- Pierre Chaunu señala como uno de los síntomas decisivos de la
decadencia «la aparición de ciudades cancerosas de crecimiento anárquico,
destructoras del medio ambiente», realizando el paralelo entre los procesos de
declinación civilizacional en el Mundo Antiguo, por ejemplo el Imperio Romano,
y la situación presente ( Chaunu P, 1981).
12.- A mediados de los 90 «Con 250 a 400 kg. de hojas de coca obtenidos
por 400 dólares en Bolivia o Perú es fabricado 1 kg. de cocaína vendido al por
mayor a 5.000 dólares en Colombia y al por menor en Miami por 200.000 dólares.
Con 10 kg. de opio vendidos a 1.000 dólares en el 'triángulo de oro' del
sudeste asiático se obtienen 1 kg. de heroína vendido a 10.000 dólares en
Tailandia y revendido a 500 mil dólares en Estados Unidos. Según la DEA sobre
100 dólares pagados por un consumidor norteamericano por su cocaína 93 US$
quedan en Estados Unidos, 4 o 5 dólares van a parar al intermediario colombiano
y US$ 2 o 3 quedan para el productor de hojas de coca. Es necesario destacar
que los productos químicos necesarios para la fabricación de la droga ... son
comprados ilegalmente a empresas de países industrializados. Nos encontramos
por consiguiente en el mercado específico de la droga con las características
de intercambio internacional existentes desde el siglo XIX. para los países del
Tercer Mundo las materias primas poco lucrativas, para los países
industrializados la venta de productos manufacturados y lo esencial de los
beneficios» ( IFRI-Ramses 96)
13.- También suelen existir recorridos inversos: en América Latina es
posible observar procesos de expansión desde empresas formales hacia negocios
ilegales (droga, contrabando de armas, etc.) por lo general vinculados al
aparato del estado; en Rusia y otros países de Europa del Este se ha podido
constatar la formación de mafias originadas en «privatizaciones» de empresas
estatales o de operaciones financieras y comerciales salpicadas de corrupción
que luego se lanzaron a negocios delictivos «tradicionales». En las economías
centrales los fenómenos de diversificación empresaria hacia las tramas mafiosas
son numerosos.
14.- «El capitalismo encuentra su esencia en el crimen organizado. Más
precisamente el crimen organizado constituye la fase paroxística del desarrollo
del modo de producción y de la ideología capitalistas [...] El crimen
organizado funciona fuera de toda transparencia y en la clandestinidad casi
perfecta, realiza la maximización máxima del beneficio, acumula su plusvalía a
una velocidad vertiginosa» (Ziegler, 1998).
15.- La tasa de crecimiento real del consumo privado de los países de la
OCDE promedió el 5,1 % en 1961-73, bajó al 3,1 % en 1974-79, al 2,7 % en
1980-89 y al 2 % en 1990-96 (OECD, 1998).
16.- En 1970 las exportaciones de la OCDE representaban el 11,8 % de su
PBI, en 1980 subió al 15,4 %, en 1990 al 18,4 % y en 1996 al 22,7 % (OECD,
1998).
17.- Las economías periféricas aparentemente «beneficiadas» por estas
deslocalizaciones no mejoraban a largo plazo su situación sino que por lo
general la empeoraban, en numerosos casos dichas inversiones solían desplazar
industrias locales con menor densidad tecnológica o bien se apoderaban de empresas
nacionales públicas o privadas «modernizándolas» (una de cuyas consecuencias
era la reducción de personal).
18.- Tomando el conjunto de países del G7, el gasto público representaba
en 1980 el 36,2 % del PBI, en 1990 el 37,6 % y en 1996 el 39,6 % (OECD-61,
1997).
19.- Hacia mediados de los 90s la mayor parte de sus resultados netos
provenían de estas actividades principalmente de la especulación con «productos
derivados».
20.- En 1992, George Soros ganó en una sola jornada mil millones de
dólares especulando contra la libra esterlina, pero entre mediados de agosto y
mediados de septiembre de 1998 según informaba la prensa, habría perdido unos
mil millones de dólares en el mercado financiero ruso mientras que el «trader»
vedette John Meriwether le hizo perder en el mismo período a «Long Term Capital
Management» cerca de 2.100 millones de dólares en papeles desvalorizados de
«mercados emergentes».
21.- Autores citados al comienzo de este trabajo, como Drucker y Ohmae,
no pierden oportunidad para despotricar contra la herencia de la Revolución Francesa,
la «voluntad general» (Rousseau), la «emancipación social», «la democracia
liberal según su aplicación en Occidente», etc. La sombra autoritaria de las
empresas globales emerge detrás de los discursos acerca de la eficacia, el
individualismo y la economía sin fronteras (Ohmae, 1997; Drucker, 1993).
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Bibliografía
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l´histoire, Gallimard, Paris, 1985.
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- Ziegler Jean, Les seigneurs du crime, Seuil, Paris, 1998.
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