domingo, 11 de marzo de 2012

OIDOS PARA QUIEN SABE OIR: QUE NADIE SE DIGA SORPRENDIDO.

En la ya lejano año de 1999, antes del derribo de las Torres Gemelas y los acelerados acontecimientos que se sucedieron en el mundo a partir de ese acto terrorista contra EEUU, y antes de que nadie "imaginara" la sucesión de acontecimientos que tienen ahora al mundo postrado de rodillas producto del crack económico del sistema neoliberal -expresión última del capitalismo salvaje-, mentes lúcidas como la del economista argentino Jorge Beinstein nos retrataban ya paso a paso la historia de escalofrío que hemos vivido todos en esta película de terror en que se ha convertido el fin del siglo XX y el inicio del siglo XXI. 


Así que nadie se puede decir sorprendido cuando, con más de 10 años de antelación, nos advertían con claridad  sobre lo que se había gestado para el derrumbe mundial. 


Aquí tienen el ensayo de Beinstein.


Netzahualcóyotl Zaragoza Jiménez.    
  



La declinación de la economía global: De la postergación global de la crisis a la crisis general de la globalización.
Por:  Jorge Beinstein.

Una versión de este trabajo fue presentada en el Encuentro Internacional sobre «Globalización y problemas del desarrollo», organizado por la Asociación de Economistas de América Latina y el Caribe, y la Asociación Nacional de Economistas de Cuba, La Habana, Cuba, llevado a cabo del 18 al 22 de enero de 1999.  


I.- La ruptura.

La crisis de 1997 sorprendió al neoliberalismo en pleno delirio triunfalista. Gurúes, periodistas especializados y altos funcionarios aparecieron sorprendidos ante lo que anunciaron como un fenómeno de corta duración centrado en Asia del Este y limitado a la esfera financiera. Cuando comenzaron las catástrofes y desaceleraciones productivas, las turbulencias políticas (como en Indonesia) y la aparición de la crisis en otras regiones, ensayaron confusas teorías acerca de «contagios» y «repercusiones» sin abandonar su fe en el triunfo final de la economía de mercado.

La euforia comenzó a fines de los 80: el ahora casi olvidado Francis Fukuyama proclamó el fin de la Historia, la instauración de un milenio capitalista sin guerras ni grandes disputas políticas y sociales motorizado por una incesante revolución tecnológica (Fukuyama, 1990) seguido luego por una larga lista de «pensadores» simplistas como Peter Drucker que anunció «el fin de lo social» reemplazado por el individualismo y la identidad empresaria (Drucker, 1993), o como Kenichi Ohmae para quien la avalancha globalizante significaba «el fin del estado nación» disuelto en regiones, enclaves industriales, financieros, comerciales (Ohmae, 1997). Lo que en realidad se produjo fue el fin de la fiesta (duró menos de una década).

Al derrumbarse la URSS y los estados socialistas europeos, los liberales creyeron tocar el cielo con las manos: su victoria parecía total; sin embargo, en ese mismo momento, Japón entraba en decadencia y a fines de 1994 se producía la crisis mexicana; en 1996 aparecieron en áreas clave del mercado internacional claros síntomas de saturación y en consecuencia de sobreproducción potencial y, sobre todo, inquietantes movimientos especulativos (no solo en Asia) que iban enturbiando el clima económico general. Finalmente en Julio de 1997 llegó el crac que aplastó a los que ahora llamamos ex-tigres asiáticos.

Los discursos arrogantes de comienzos de los 90 ocultaban su extrema fragilidad. Ello quedó demostrado a partir de 1997, cuando se hizo evidente que los economistas neoliberales eran incapaces para pronosticar la llegada de la crisis y su posterior prolongación y profundización.

Viejos y nuevos mitos se derrumbaron uno tras otro. Inauguró la serie la temprana muerte de la milagrosa «recuperación latinoamericana»1 a partir de la debacle financiera de México, luego le tocó el turno al paraíso de Asia del Este donde países emergentes como Corea del Sur, Tailandia o Indonesia mostraban crecimientos explosivos que los convertirían (según el Banco Mundial) en futuras potencias industriales guiadas por estrategias de desarrollo basadas en las exportaciones, aunque todo concluyó con una violenta explosión financiera. A continuación cayó la tercera ilusión periférica en la ex URSS y en Europa del Este donde la exitosa reconversión capitalista prometida devino involución productiva, proliferación de mafias, degradación social. Solo quedó en pie, aunque seriamente deteriorado y enfriándose mes tras mes, el milagro supremo de la superpotencia norteamericana, ya que si los tres fracasos descritos confirmaban la reproducción del subdesarrollo, el éxito de los EE.UU nos advertía que nuestros amos estaban más fuertes que nunca y que en consecuencia no valía la pena intentar eludir sus directivas. El capítulo optimista del discurso liberal se esfumaba, restaba el componente fatalista, los gurúes nos enseñaban que el libre mercado no permitiría a la periferia salir (por ahora) de la pobreza pero que ser independientes era impracticable; sin embargo, desde comienzos de 1998 era posible constatar que los países centrales declinaban (como Japón), se estancaban (como los de la Unión Europea) o agotaban su prosperidad (como Estados Unidos). De ese modo se corrió el último velo y la visión fue grotesca: los capitalismos emergentes habían perdido sus adornos y aparecían con sus indumentarias harapientas, las grandes potencias líderes veían esfumarse sus fantasías cibercapitalistas quedando al descubierto sus rasgos decadentes.

1997 aparece ahora como un punto de ruptura, no entre la prosperidad y la crisis, sino entre una breve etapa de euforia financiera e ideológica y el ingreso a una era recesiva de larga duración, la magnitud de los factores negativos acumulados deja poco margen para escenarios de crecimiento global significativo.

Las economías centrales (salvo Japón) pudieron eludir la crisis durante la mayor parte de los 90 prolongando tendencias parasitarias desatadas dos décadas antes, acentuando desajustes estructurales internos y esquilmando a la periferia. En este último caso el proceso combinó auges efímeros, grandes concentraciones locales de ingresos y pillaje-destrucción de fuerzas productivas, todo envuelto en una intoxicación ideológica sin precedentes. Antiguas y recientes cleptocracias subdesarrolladas oficiaron como clases dirigentes nacionales que cantaban la canción del ingreso triunfal al Primer Mundo mientras sus economías eran saqueadas, desde la Rusia de Yeltsin hasta la Indonesia de Suharto, pasando por la Argentina de Menem o el México de Salinas de Gortari. En los países ricos, un coro unánime de expertos coincidían en un fatalismo histórico sospechoso: nada se podía hacer frente a la avalancha mundial del capitalismo victorioso salvo intentar humanizarlo en la medida de lo posible, preservar algunos ecosistemas, desarrollar acciones puntuales de alivio de la marginalidad y la extrema pobreza, pero en definitiva someterse a la Historia. Pero la «Historia» resulto ser una estafa, la ola irresistible no era más que pura espuma; por debajo de la misma, tendencias profundas y mecanismos muy fuertes seguían trabajando sin pausa, amontonando basura con sus gusanos mafiosos y culebras financieras cuyo aroma pestilente terminó por sobreponerse a las evanescentes fragancias globales que esparcían los medios de comunicación.

II.- Tendencias decisivas

Por debajo de la euforia globalista, operaron durante los 90 corrientes profundas provenientes de la crisis de los 70 y, en ciertos casos, desde antes. Algunas, como los procesos de concentración económica, fueron sepultadas por la propaganda; otras, como las declinaciones estatales, fueron despojadas de sus efectos negativos y presentadas como símbolos de progreso; y aquellas inocultables, como la extensión de la miseria y de la criminalidad, fueron señaladas como males pasajeros que el propio sistema terminaría por superar.

En primer lugar, la escisión entre centro y periferia en lugar de diluirse en una nueva distribución internacional del potencial productivo2 se ha profundizado aun más. Siguiendo las estadísticas del Banco Mundial (The World Bank, 1998) constatamos que los países calificados como de «alto ingreso» (aproximadamente el 16% de la población del planeta) representaban en 1980 el 73% de Producto Bruto Global saltando al 80% en 1996, los países del G7 (11,7% de la población mundial) pasaban del 61% al 66%. No se trata de crecimientos productivos a diferentes ritmos sino del progreso de los más ricos contra el retroceso absoluto de los más pobres; los países del G7 aumentaron su PBI per capita entre 1985 (22.500 US$) y 1995 (27.500 US$) en un 22% mientras que los 47 países menos desarrollados (1050 millones de habitantes en 1996) descendían de 333 US$ a 290 US$ (caída del 15%) y un segundo grupo de 51 naciones de ingreso medio-bajo (1.150 millones de personas) pasaba de 1900 US$ a 1670 US$, es decir una reducción del 14%. Si a esos dos conjuntos agregamos 7 países subdesarrollados (240 millones de habitantes) calificados como de ingreso medio-alto donde también cayó el PBI per capita, nos encontraremos con que a lo largo de esa década el indicador descendió en 105 países que representaban el 43% de la población mundial3.

Pero la brecha geográfica se ha profundizado mucho más que lo expresado por dichas cifras, la superconcentración de los medios de comunicación y del potencial de procesamiento informático, la degradación de los sistemas educativos y científicos periféricos, la generalización del caos urbano y el deterioro estatal en esas naciones, etc., colocan a los países de alto desarrollo en una suerte de monopolio tecnológico que nos retrotrae al panorama de comienzos del siglo XX4. reproducción ampliada de hiperdesarrollo y subdesarrollo, del centro imperial y su periferia, territorialmente bien delimitados, atravesó teorías desarrollistas-keynesianas, neoliberales y socialistas. La crisis actual plantea el tema de la supervivencia de esa dualidad precisamente porque los efectos entrópicos de su exacerbación extrema parecerían sumergir al sistema global en una profunda decadencia.

Segundo, la concentración empresaria mundial. La participación de las 200 más grandes empresas globales en el Producto Bruto Mundial pasó del 24% en 1982 a más del 30% en 1995 llegando al 33% en 1997. La actual avalancha de fusiones y el impacto concentrador de la crisis colocarían a esa cifra antes de fin de siglo en un nivel superior al 35%, pero si consideramos las primeras 500 firmas globales estaríamos tocando actualmente el 45% del Producto Bruto Mundial y llegaríamos al 65% si consideramos al conjunto de empresas transnacionales (unas 35 mil). La casi totalidad de las mismas tienen su casa matriz en los países centrales, en 1995, por ejemplo, el 89% de la facturación de las primeras 500 empresas globales correspondía a firmas originarias del G7 (Fortune-Global 500; Clairmont 94, 97).

Los procesos de concentración geográfica y empresarial se potenciaron mutuamente, la periferia (donde se produjeron masivas desnacionalizaciones y privatizaciones, liquidaciones de pequeñas y medianas empresas, extinciones o fuertes reducciones de burguesías y burocracias nacionales) quedó indefensa frente al poder de los grupos transnacionales. En general la hipertrofia financiera, el estancamiento y retracción de numerosos mercados y la aceleración de la guerra tecnológica causaron una sucesión de absorciones, fusiones y quiebras cuyo beneficiarios últimos han sido grupos de negocios cada vez más extendidos cuya amplia variedad de operaciones es unificada a través de visiones y prácticas gerenciales cortoplacistas mucho más cerca del espíritu de la especulación bursátil y cambiaria que de la ingeniería de producción, sobrecargando a la globalización de componentes parasitarias.

Tercero, el agravamiento de la desigualdad, el empobrecimiento y la exclusión en la periferia pero también en los países centrales impulsan y son impulsados por los procesos de concentración descritos. Tanto en el área subdesarrollada tradicional como en los nuevos países satelizados del ex bloque soviético las estrategias neoliberales produjeron el desmantelamiento de burocracias estatales, sistemas de seguridad social, empresas públicas y estructuras proteccionistas, combinado con la reconversión de elites locales a negocios financieros, comerciales, etc. (muchos de ellos semilegales o abiertamente ilegales) produciéndose enormes transferencias de ingresos hacia las empresas globales y las clases altas internas, todo ello acompañado por euforias consumistas centradas en bienes y servicios importados. Las víctimas fueron las clases bajas y un amplio abanico de sectores intermedios que se empobrecieron rápidamente.

Una primera línea de pobreza periférica delimitaba en 1996, según el Banco Mundial, a unas 1.300 millones de personas que sobrevivían con ingresos inferiores a un dólar diario, una segunda línea abarcaba a 3.000 millones de personas con ingresos menores a 2 dólares diarios (60% de la población de la periferia). Una corrección muy conservadora nos haría incrementar esa masa con otros 200 millones de periféricos pobres pero con ingresos superiores a los dos dólares diarios5, lo que nos acercaría a los 3.200 millones de habitantes, 70% de la población periférica y 55% de la población mundial6 (The World Bank, 1998).

A este megagrupo de pobres del subdesarrollo debemos asociar a una segunda categoría de pobres del Primer Mundo que también ha estado creciendo vertiginosamente. Se trata de un conjunto cualitativamente diferente del anterior, integrado por desocupados, subocupados, familias cuyos ingresos las colocan por debajo de las fronteras nacionales de pobreza, etc. 7 El incesante aumento de la desocupación en los países de la OCDE es un primer indicador del fenómeno (20 millones de desocupados en 1980, 25 millones en 1990, 36 millones en 1996); en la Unión Europea el desempleo cobró un fuerte impulso en los años 90 (8 millones de desocupados en 1980, 12 millones en 1990, cerca de 19 millones en 1996), período en el que las modestas tasas oficiales de desempleo en Japón empezaron a ascender a medida que se enfriaba la economía.

Mientras tanto, Estados Unidos habría conseguido el aparente milagro de reducir el nivel de desocupación coincidente con un buen ritmo de crecimiento del PBI, pero el indicador oficial de desempleo no refleja el deterioro del nivel de vida de las clases bajas, pues dicho indicador es el resultado de manipulaciones estadísticas que subestiman el volumen real de desempleados y la expansión de la precarización laboral, además otras cifras evidencian la agravación de los procesos de concentración de ingresos, exclusión social y empobrecimiento absoluto de amplios sectores sociales.

El 40% de la población activa ocupada tenía hacia 1993 ingresos menores que veinte años antes; según los datos oficiales, el salario horario real promedio de 1998 en el sector de servicios era un 4,6% inferior al de 1973, en la industria el descenso entre ambas fechas había sido del 10,9% (BLS, 1998); hacia 1977 existían en Estados Unidos 24,7 millones de pobres que representaban el 11,6% de la población; veinte años después el país contaba con 35,5 millones de pobres, el 13,3% de la población: en términos absolutos la pobreza había crecido un 43% (Dalaker J. & Naifeh M, 1998).

En síntesis, la globalización liberal se expresó a través de un crecimiento cada vez más rápido de pobres y excluidos; en la zona subdesarrollada estos sectores abarcan a la mayoría aplastante de la población en cuyo seno se extienden velozmente grupos en extrema pobreza (áreas de desastre social), en las zonas de alto desarrollo se trata de «minorías» en aumento cuyo nivel de consumo se aleja cada vez más de las capas superiores y medias nacionales pero que están muy por encima del de sus pares periféricos. Ambos espacios de pobreza no pueden ser unificados bajo rótulos comunes de «pobreza relativa»: hacerlo sería forzar ideológicamente la realidad. El desastre periférico asume una especificidad irreductible cuya evaluación ilustra acerca de la no viabilidad global del neoliberalismo.

Desde el punto de vista del funcionamiento de la economía mundial la caída del consumo de las capas inferiores no llega a ser «compensado» por la expansión consumista de los grupos privilegiados; la desaceleración general de la demanda y los desajustes estructurales derivados constituyen la base histórica de la sobreproducción potencial con centro en firmas globales embarcadas en una guerra tecnológica y financiera irresistible.

Cuarto, la crisis del Estado fue impulsada en las sociedades centrales por tres tendencias convergentes: por una parte la expansión global de las grandes empresas, que desbordó a las administraciones públicas8; por otra el endeudamiento creciente, que estableció la subordinación de los gobiernos ante «los mercados financieros»; y finalmente la desocupación, el empobrecimiento y la concentración de ingresos y sus secuelas en términos de marginalidad urbana, predominio del individualismo y otros factores que deterioraron seriamente el «pacto keynesiano» («estado de bienestar») instalado en los años 50 y 60 afectando los vínculos entre estado y sociedad civil (especialmente las clases medias y bajas). El estado perdió legitimidad «desde arriba» (a nivel del poder económico) y «desde abajo». La desregulación financiera y comercial, las privatizaciones, las deslocalizaciones industriales, desarticularon formas de integración social y control económico que en los años 60 parecían «conquistas históricas irreversibles».

En los países periféricos dicha crisis se manifiesta de una manera más dramática. El incremento exponencial de los excluidos se combinó en los 90 con una avalancha de privatizaciones que desnacionalizaron la mayor parte de las empresas estatales y redujeron a la mínima expresión la intervención económica pública. Si ya antes de esto buena parte de los estados periféricos disponían de un bajo poder de decisión, la ola neoliberal llevó al colapso o a drásticas reducciones a las administraciones públicas9. El Estado se alejó de las zonas urbanas marginales, convertidas en tierra de nadie; bandas mafiosas se lanzaron a la rapiña de los patrimonios nacionales conformando inéditos panoramas de subdesarrollo caótico y corrupción.

En plena euforia neoliberal, buena parte de los gurúes consideraban a la ruina estatal como un proceso positivo que eliminaba trabas burocráticas a la expansión de la economía de mercado, pero la crisis iniciada en 1997 los llenó de pánico; el desorden financiero, la sucesión de colapsos productivos (Asia del este, Rusia ...) dejaron al descubierto que el capitalismo no es una pura interacción de empresas y clientes sino un conjunto más vasto en el que diversas componentes (institucionales, culturales, etc.) de regulación y control social constituyen factores indispensables para la supervivencia del mismo; al degradarse la administración pública, el sistema pierde un punto de apoyo esencial y el caos se generaliza.

Quinto, en el marco general de la globalización se han desarrollado claros síntomas de entropía que se extienden como manchas de aceite. El caos urbano es uno de ellos, coincidente con el fenómeno de expansión demográfica y declinación económica en la periferia10, donde se suceden los primeros colapsos, expresiones agudas de una marea irresistible que empieza a tocar espacios, por ahora minoritarios de algunos países centrales11. Integrando el proceso de degradación urbana pero extendiéndose más allá del mismo, fueron emergiendo las llamadas «zonas grises», marcadas por la exclusión social, donde la legalidad estatal tiende a desaparecer (Minc, 1993). Mientras aumenta la urbanización de la humanidad, el mundo urbano deviene mayoritariamente periférico y en las ciudades del subdesarrollo se expande velozmente el porcentaje de marginales residentes en las áreas de exclusión.

En los 90 creció, como nunca antes, la inseguridad urbana, uno de cuyos aspectos más llamativos ha sido la multiplicación de delitos de alta violencia. El fenómeno ha sido asociado a los procesos convergentes de crisis-repliegue del estado y de maginalidad-desocupación-empobrecimiento. inscritos en la dinámica de la globalización. Deberíamos agregar un tercer factor: la «descomposición cultural» de vastos sectores sociales que incluye la declinación de creencias colectivas igualitarias, solidarias, de identidad nacional, reemplazadas por diversas formas de amoralidad y egoísmo disociador.

Esa inmensa criminalidad emergente es la base social de la delincuencia organizada, suma de tramas complejas que conectan elites financieras, políticos corruptos, estructuras militares y policiales mafiosas, pequeños y grandes traficantes de drogas, bandas de ladrones y secuestradores. La extensión mundial del parasitismo significa no solo hiperdepredación de fuerzas productivas sino también liquidación de reglas de convivencia, regulaciones civilizadas, convirtiendo a la vida cotidiana en un infierno.

Un aspecto complementario es la corrupción ascendente que organismos internacionales, como el Banco Mundial o el FMI, atribuyen a los Estados subdesarrollados resistentes a la dinámica de la economía de mercado, pero la arbitrariedad, el favoritismo o la «imprevisibilidad judicial» —en suma, la transgresión permanente de las normas legales— son componentes indispensables del capitalismo periférico real, tal como se presenta en los 90, donde las empresas transnacionales, los grupos financieros y las elites locales operan como jaurías depredadoras con expectativas de hiperbeneficios incompatibles con el funcionamiento de reglas de juego, incluso las más favorables a dichos intereses. Las bandas cleptocráticas de políticos y funcionarios públicos son las versiones grotescas, en el submundo, de las «hábiles maniobras financieras» de George Soros, de las exigencias despiadadas de Michel Candessus o de las bravuconadas imperiales de Tony Blair y Bill Clinton.

 La fulgurante expansión de las redes mafiosas constituye hoy un dato decisivo del sistema global. El ingreso anual mundial del narcotráfico (esencialmente un negocio de países ricos) era evaluado a comienzos de esta década en unos 500 mil millones de dólares; dicho monto ha estado aumentando de manera acelerada, y actualmente supera holgadamente los 600 mil millones12, produciendo impactos sociales catastróficos en los países subdesarrollados. Expertos en el tema han introducido la distinción entre los llamados «narco-estados», donde hay evidencias de que las mafias tienen acceso a los resortes fundamentales del Estado, poniendo a su servicio al ejercito, a la policía, a la justicia, etc., y los llamados «estados-bajo-influencia», donde el grado de penetración de esas redes en el poder es suficientemente grande como para asegurarles un amplio margen de impunidad.

La narcoeconomía integra un sistema más amplio compuesto por una multiplicidad de negocios ilegales y legales estrechamente imbricados, cuyos ingresos anuales originados por actividades delictivas era evaluado hacia mediados de los 90 por las Naciones Unidas en aproximadamente 1 billón de dólares, y cubre desde el narcotráfico hasta el comercio de armas, la prostitución, la «protección», el secuestro, el juego clandestino, el contrabando, etc. La cifra real estaría entre 1,5 y 2 billones, pero al negocio ilegal es necesario sumar los negocios legales asociados (industria, comercio, turismo, transporte, sector inmobiliario, especulación financiera, etc.) 13, agregando ambos rubros era posible en 1997 superar los tres billones de dólares (alrededor del 10% del Producto Bruto Mundial).

El análisis de diversos indicadores nos lleva a formular varias hipótesis sobre mafia y globalización. La primera de ellas es que nos encontramos en presencia de un crecimiento vertiginoso del poder mafioso (que se ha convertido en un factor decisivo del sistema global).

La segunda es que el rastreo de cualquier red mafiosa importante nos lleva indefectiblemente hasta el corazón de la economía mundial, los países centrales, allí donde se encuentran las conducciones estratégicas del negocio, que no deben ser pensadas como bandas de gángsters clásicas o como «logias» criminales secretas al margen o en el subsuelo del establishment, sino como componentes «normales» y en ascenso del mismo en tanto ingredientes indispensables del sistema dominante (la práctica mafiosa ha devenido funcional a la economía de mercado globalizada). Tercera hipótesis: la expansión mafiosa, dado su peso relativo y penetración globales y su conducta depredadora, constituye no sólo una componente esencial de la economía global de mercado, sino una de sus tendencias dominantes coincidente con la euforia neoliberal, la hipertrofia financiera, los procesos de marginalidad social y crisis del estado.

La música de fondo del fenómeno es el desarrollo sin precedentes de las más variadas formas de parasitismo. Según Jean Ziegler, el crimen organizado ha pasado a ser «la etapa superior» y «paroxística» del capitalismo signada por la realización de hiperbeneficios a velocidad vertiginosa14. En buena medida es así, aunque esta mutación no se entiende si no hacemos referencia a la financiarización del mundo empresario y a la obtención de superganancias especulativas que compensan la reducción de la rentabilidad en las actividades productivas.

Si bien el parasitismo y el poder mafioso aparecen a la cabeza del desorden decadente, ello no debe hacernos ignorar otros aspectos como las catástrofes sanitarias (SIDA, renacimiento de antiguas enfermedades sociales como la tuberculosis, etc.), las hambrunas, las guerras étnicas, las olas de refugiados y otros males cuya convergencia temporal no puede ser el resultado de una casualidad, sino de causas estructurales, de cambios cuyo motor es la globalización neoliberal.


III.- Dinámica de la crisis

Sobre la base de un contexto global signado por la concentración económica, la exclusión creciente y el ascenso del parasitismo, se produjo la ruptura de 1997, consecuencia lógica de graves deterioros impulsados por un mecanismo que condujo a la economía mundial hacia un callejón sin salida. La descripción de los seis procesos siguientes podría ayudarnos a esbozar una dinámica general de la crisis.

1. La desaceleración del crecimiento global a lo largo del último cuarto de siglo con eje en la pérdida de dinamismo de las economías centrales. La tasa de variación anual del Producto Bruto Mundial promedió el 4,5% en 1970-79, descendió al 3,4% en 1980-89 y al 2,9% en 1990-99 (FMI,1997; The World Bank,1998); ello se debió a la desaceleración de las economías del G7 (dos tercios de la producción mundial), especialmente la de sus tres países principales, Estados Unidos, Alemania y Japón.

La prosperidad de postguerra comenzó a degradarse hacia fines de los 60; la crisis petrolera de 1973-74 dio el golpe decisivo a una economía mundial ya deteriorada por los desajustes monetarios, el descenso de los beneficios empresarios, la creciente capacidad productiva ociosa y la desaceleración del endeudamiento privado en los países centrales que, a partir de ese momento, ingresaron a un tobogán donde la reducción del crecimiento productivo corría paralela a la pérdida de dinamismo de la demanda15.

Durante los 70 el fenómeno combinó estancamiento e inflación. El alza de los precios de las materias primas provocó aumentos de costos, empresas y estados frenaron las subas salariales, comprimiendo los consumos internos en los países ricos y causando pérdidas de empleos, lo que bloqueó aun más la demanda, a ello se sumó la expansión de la especulación financiera («petrodólares»).

El estancamiento de la demanda de la OCDE se contrapuso al incremento de las importaciones de los países petroleros, incentivando las exportaciones de las economías centrales, orientación «hacia afuera» que se acentuó en los 80 y 9016, agudizándose la guerra comercial, uno de cuyos instrumentos privilegiados fue el arma tecnológica que redujo costos de materias primas, desaceleró salarios, aumentó la desocupación, redujo a largo plazo el poder de compra de los países periféricos y barrió del mercado a empresas «no competitivas» tanto en el centro como en la periferia, causando concentración empresarial y deterioro de economías regionales y nacionales. Gracias a la tecnología y a la reducción del proteccionismo, las grandes empresas de los países centrales pudieron incrementar su autonomía, lo que incentivó su presión contra los salarios, el gasto social y otros «costos». A ello se sumaron las deslocalizaciones de empresas (en busca de salarios e impuestos más bajos) lo que exacerbó aún más el desempleo17.

Visto desde el ángulo histórico, de largo plazo, resulta sorprendente como la expansión desmesurada del comercio internacional, las deslocalizaciones y la aceleración de la revolución tecnológica —hechos que han sido en realidad efecto y causa de la crisis— constituyeron durante varias décadas pilares esenciales del discurso acerca de la victoria de la economía global de mercado.

2. El crecimiento de la deuda pública de los países ricos.

El menor dinamismo económico implicó la desaceleración de los ingresos fiscales de estados empujados a sostener la demanda, frenar los precios y apuntalar las ganancias empresariales. Ello derivó en políticas que expandían el gasto público, practicaban reducciones fiscales en beneficio de las grandes empresas y enfriaban los costos salariales. Por otra parte, el rigor monetario y la liberalización financiera que coincidían con una mayor demanda estatal de fondos (motivada por los déficits presupuestarios) hicieron subir las tasas de interés. De ese modo, mejoró radicalmente la rentabilidad de las actividades financieras (hacia las que progresivamente se volcaban importantes grupos de negocios), desacelerando aún más el crecimiento, desalentando las inversiones —en especial de las empresas pequeñas y medianas— y generando desocupación.

El enfriamiento económico general bloqueaba las inversiones productivas; los excedentes financieros que no podían orientarse hacia ellas quedaban disponibles para cubrir los déficits estatales; de ese modo, la declinación del crecimiento generó al mismo tiempo la demanda y la oferta de títulos públicos.

El círculo vicioso quedaba completo: el encarecimiento del crédito frenaba el crecimiento, lo que engendraba déficits fiscales, lo que provocaba endeudamiento público, lo que —finalmente— presionaba hacia arriba las tasas de interés, etc.

Una porción significativa de los excedentes financieros había encontrado, hacia mediados de los 70, la ruta de los países periféricos que fueron alentados a endeudarse, esto permitió el desarrollo de una primera bomba financiera que estalló a comienzos de los 80 con la «crisis de la deuda» en el Tercer Mundo. La deuda externa de esas naciones se había multiplicado por ocho entre 1970 y 1980; luego del desastre, se produjo una reorientación de capitales hacia los países centrales, donde la inflación se reducía pero la desocupación aumentaba y los estados se endeudaban cada vez más.
Las políticas de austeridad en el gasto público impuestas en la periferia, asumieron una dirección contraria en los países ricos. En la primera el FMI obligaba a comprimir los déficits presupuestarios y frenar el endeudamiento externo mientras que en las naciones desarrolladas eran establecidas estrategias opuestas (más gasto18, déficit y deuda estatal).

En 1996 la deuda pública total de los países del G7 (aproximadamente 14 billones de dólares) equivalía al 74% de la suma de sus Productos Brutos Internos y al 48,5% del Producto Bruto Mundial.

Hacia comienzos de los 90, el enorme peso de esas deudas comenzó a ser presentado como un freno al crecimiento (efecto negativo de las altas tasas de interés sobre las inversiones) y un generador de déficit fiscal (volumen en aumento de fondos destinados al pago de la deuda). El ciclo de endeudamiento de los países centrales ingresaba en una fase de crecimiento lento, matizada con tentativas de ajuste de las cuentas públicas. En el caso norteamericano, la efímera prosperidad de los 90 permitió avanzar hacia la reducción del déficit, pero en Europa el intento se vio frenado por el espectro del estancamiento.

La deuda externa de la periferia (cerca de 2,2 billones de dólares) aparece en términos globales como una cifra menor, pero su crecimiento e importancia con respecto a las frágiles economías subdesarrolladas la convierten en un factor explosivo; así lo ha demostrado la crisis de la deuda de 1982, la crisis mexicana de fines del 94 y los recientes sacudones (desde 1997).

Los ciclos de endeudamiento periféricos han sido asimétricos con relación a los de los países centrales. La deuda periférica ha cumplido una función compensatoria para los flujos de fondos en búsqueda de rentabilidad. Durante los 70, la expansión de petrodólares y otros excedentes financieros no ubicables en las economías desarrolladas estancadas, se volcaron hacia la periferia produciendo allí deudas relativamente grandes. En los 80, cuando los estados desarrollados aceleraron su endeudamiento, los periféricos —muchos de ellos realizando ajustes supervisados por el FMI— se endeudaron lentamente; finalmente en los 90, cuando los primeros comenzaron a aplicar medidas de contención del endeudamiento, los segundos —en especial su grupo de economías calificadas como «emergentes»— recibieron una avalancha de fondos. A partir de 1997 nos encontramos frente a una situación que empezó reiterando el vaivén conocido (reflujo de capitales desde la periferia hacia el centro), pero que rápidamente se encontró en los países ricos con estados sobreendeudados empeñados en políticas fiscales restrictivas y con mercados bursátiles demasiado inflados. Se trata de una realidad nueva, de saturación financiera, que reduce de manera notable el margen de maniobras tradicional.

3. La «financierización» de las grandes empresas contribuyó de manera decisiva a la transformación del negocio financiero en el centro de la economía de mercado.

Se trata de un movimiento doble, por una parte las empresas ingresaron en el campo de los negocios financieros y por otra los grupos financieros se instalaron en las estructuras empresarias. Los sistemas empresarios cada vez más concentrados encontraron en la especulación la compensación a los rendimientos insuficientes, esto produjo una desvío creciente de fondos que afectó negativamente a la producción y al empleo. Las oportunidades de negocios especulativos se multiplicaron, los títulos de deuda públicas, las acciones y otros papeles ofrecían buenas ganancias sin necesidad de esperar plazos largos.

Las empresas disponían de excedentes pero también necesitaban fondos para financiar sus guerras tecnológicas y comerciales, cada vez más duras, pudieron entonces acudir al mercado y aprovechar las desregulaciones para colocar acciones y obligaciones. Ello introdujo en el seno de sus directorios a representantes de grupos financieros cuya visión de los negocios modificó de manera decisiva el comportamiento empresario.

En Estados Unidos el incremento de la participación de las acciones en los activos de las empresas, la creciente participación de los «inversores institucionales» en el capital empresario y el movimiento ascendente de fusiones y adquisiciones de empresas se inscribe en la lógica financiera favorable a las operaciones de corto y mediano plazo y en detrimento de las estrategias de largo aliento. Según un estudio realizado por la Reserva Federal de los Estados Unidos más de un tercio de las empresas adquiridas entre 1984 y 1989 fueron revendidas durante ese mismo período.

Pero no solo las empresas se lanzaron al área financiera-especulativa: también lo hicieron los bancos, cuyas actividades tradicionales fueron complementas o desplazadas por la nueva especulación (productos derivados, especulación cambiaria, etc.). Así ocurrió en Japón con Mitsubishi o en Francia con la Société Générale19. En Estados Unidos se han producido reconversiones casi completas de bancos hacia estos negocios, tal el caso del Bankers Trust de Nueva York —ya hacia comienzos de los 90 las tres cuartas partes de sus ingresos provenían de la especulación con «productos derivados».

4. La hipertrofia financiera aparece en el centro de la economía global; las transacciones cambiarias que llegaban a un poco menos de 20 mil millones de dólares diarios a comienzos de los 70, se habían multiplicado por 65 en un cuarto de siglo (en 1995 alcanzaban 1,3 billones de dólares) y hacia 1998 habían tocado los 2 billones (cifra próxima a toda la deuda externa de los países periféricos), y grupos especulativos ganan o pierden fortunas colosales en unas pocas jornadas20. La imagen de la avalancha financiera incontenible e impredecible que escapa a todo control se fue consolidando a lo largo de los 90s. Dos aspectos deben ser enfocados: por una parte su dimensión y ritmo de desarrollo, y por otra la trama de comportamientos sociales que la empujan hacia adelante.

Algunos indicadores pueden ilustrarnos acerca del primer punto. En 1995, la suma de acciones y títulos de deudas públicas y privadas emitidas en Estados Unidos llegaban a una cifra que representaba el 250% de su Producto Bruto Interno; comparaciones similares nos llevan a volúmenes del orden del 147% en el caso de la Unión Europea y del 175% en el de Japón. La totalidad de «papeles» emitidos en esas tres economías se aproximaba a los 40 billones de dólares, casi el doble de la suma de sus PBI.

Este desmesurado empapelamiento de la economía mundial fue el resultado de la combinación en los países de la OCDE del bajo crecimiento de la inversiones productivas y del elevado aumento de las colocaciones de fondos en activos financieros. Entre 1980 y 1992 la formación bruta de capital fijo creció según una tasa anual promedio del orden del 2,3% contra un 6% para los activos financieros (OCDE). Dicha tendencia se vio reforzada desde fines de los 80 con una marea de fondos especulativos orientados hacia la periferia.

Superando los límites tradicionales del sistema bancario emergieron los «Fondos de Pensión», utilizando los ahorros de los futuros jubilados y los «Mutual Funds» o fondos comunes de inversión que canalizaban dinero de origen diverso hacia la compra de papeles de todo tipo en toda clase de países. A lo largo de los 80 estos fondos crecieron vertiginosamente pero en los 90 la expansión fue aun más fuerte. Hacia 1988 los Fondos de Pensión de las naciones de la OCDE administraban inversiones del orden de los 3,9 billones de dólares, una década después dicha cifra se había multiplicado por 2,6 llegando a los 10,2 billones (aproximadamente un tercio del Producto Bruto Mundial).

En Estados Unidos, los Fondos Comunes de Inversión (Mutual Funds) administraban hacia 1980 activos por unos US$ 130 mil millones, pero en 1990 llegaba al billón de dólares y en 1997 a los 3,7 billones de dólares, que representaba cerca del 50% de su Producto Bruto Interno. Hacia 1980, en ese país cuatro categorías de «inversores institucionales» (fondos de pensión, fondos comunes de inversión, compañías de seguros y de seguros de vida) administraban activos financieros por unos 1,6 billones de dólares que representaban algo menos del 60% de su PBI; en 1990 alcanzaban los 5,2 billones de dólares (95% del PBI), pero en 1993 superaban los 8 billones (125% del PBI). En Inglaterra, para esa última fecha, dicha cifra rondaba los 2 billones de dólares (165% de su PBI).

La punta de lanza especulativa de los fondos de inversión son los llamados «hedge funds» o «fondos de cobertura», teóricamente destinados a reducir el riesgo de los inversores a través de operaciones muy audaces y sofisticadas; en realidad, su función es la de ponerse en la cresta de la ola financiera, como las compras de los tristemente célebres GKO rusos (títulos de deuda pública interna, en rublos). El primero de ellos es el Quantum Fund capitaneado por George Soros; hacia 1990 existían unos 200 «hedge funds», en 1998 eran unos cuatro mil.

El nivel más alto de la especulación ha sido alcanzado por la gestión de los llamados «productos financieros derivados». El Banco Internacional de Compensaciones, con sede en Basilea, es la institución que realiza el seguimiento más sistemático del tema; sus informes alimentan las publicaciones del FMI y otras organizaciones. El Banco publica series que incluyen selecciones representativas del fenómeno, cuyo ritmo de crecimiento ya importante a fines de los 80 se hizo exponencial en los 90s. Una de esas series, por ejemplo, incluye negocios que totalizaban US$ 4,4 billones en 1991, llegaban a 8,4 billones en 1993 y a 24 billones en 1996, y en 1997 representaban un volumen equivalente al del Producto Bruto Mundial (BIS, 1997 y 1998).

El segundo aspecto a destacar es la trama de comportamientos que impulsan la hipertrofia especulativa. Entre ellos debe ser destacado el de los estados centrales que desde los 80 persistieron con sus déficits fiscales y endeudamientos, lo que los empujó a liberalizar los sistemas financieros abriendo sus ofertas de títulos al capital internacional, en el que empezaron a destacarse los inversores institucionales (Fondos de Pensión, Fondos Comunes de Inversión). Las deudas estatales se globalizaban, los «productos derivados» incluían operaciones con títulos públicos. En 1992, el 20% de los títulos de la deuda pública de los Estados Unidos estaba en manos de inversores extranjeros; en el caso alemán llegaba al 25% contra 5% en 1979; y en Francia al 32% contra 0% en 1972. Las operaciones diarias en títulos de la deuda de los EE.UU pasaron de 13.800 millones de dólares en 1980 a 70 mil millones en 1988 y a 120 mil millones en 1993; en Japón esas operaciones pasaron de 1.400 millones de dólares diarios en 1980 a 29 mil millones en 1986 y a 57.600 millones en 1993.

El estado norteamericano debía 1,1 billones de dólares en 1981, 2,2 billones en 1986, 3,4 millones en 1991, 4,6 billones en 1996; el estado japonés adeudaba unos 140 billones de yenes en 1981, 230 billones en 1986, 310 billones en 1993 y más de 410 billones en 1996. La expansión de las deudas periféricas contribuyó de manera significativa a la generación de la hipertrofia financiera global, pero su peso es claramente menor al del endeudamiento central.

Por otra parte, la liberalización financiera desarrollada desde los 80 coincidió con una permanente inestabilidad económica. Las fluctuaciones de las paridades cambiarias y de las (altas) tasas de interés, sumadas a la desaceleración de las demandas, la desocupación y precariedad laboral, engendraron una situación donde amplios sectores sociales, desde asalariados hasta empresarios, eran afectados por una incertidumbre creciente, engendrando en ellos una debilidad estratégica que fue aprovechada por la especulación financiera para la cual el riesgo es su hábitat natural.

Además, empresas y bancos se fueron embarcando rápidamente en una proceso de «financierización» que les aseguraba beneficios que compensaban la menor rentabilidad de sus actividades tradicionales, o bien que les permitía conseguir fondos de manera directa. También empezaron a conseguirlos cada vez más los consumidores de los países ricos y las clases superiores de la periferia a través de diversos mecanismos de endeudamiento y especulación (desde la generalización de las tarjetas de crédito hasta la participación familiar masiva en el negocio bursátil que en Estados Unidos llegaba a fines de los 90 a proporciones nunca vistas).

Al círculo vicioso especulativo debemos agregar la transformación de la periferia en una zona de negocios rápidos de altísima rentabilidad (privatizaciones de empresas públicas, hipervalorización de activos como inmuebles o títulos, multiplicación de bolsa de valores, etc.) y la proliferación de negocios ilegales (tráfico de drogas y armas, prostitución, «protección», corrupción del estado, etc.) que alimentaron la bomba financiera global.

Podemos detectar una cadena donde cada eslabón se enlaza profundamente con el otro en una secuencia donde los beneficios (y los riesgos) van aumentando, desde el empresario o la familia que ganan «un poco más» con alguna especulación, hasta el grupo financiero que gana mucho más combinando la compraventa de títulos con el blanqueo de narcodólares o algún negocio fraudulento con un gobernante periférico corrupto, para llegar finalmente a las mafias.

5. La transformación de la periferia en zona de hiperganancias rápidas en beneficio de los grandes grupos transnacionales en especial de las redes financieras.

Los 90 trajeron la novedad de la irrupción de los «mercados emergentes» hacia donde se dirigieron enormes flujos financieros. Ya no se trataba, como en el pasado, de préstamos públicos acompañados por algunas inversiones privadas, sino de grandes corrientes de capitales donde el sector privado cumplía el rol principal. El aumento del Producto Bruto Interno y de las exportaciones y la multiplicación-crecimiento de las bolsas de valores, aparecían como hechos positivos de economías que según los medios de comunicación superaban rápidamente el subdesarrollo gracias a su integración a los negocios internacionales. Los países de Asia del Este, algunos de los cuales venían creciendo con fuerza en los 80, marcaban el ritmo. Las entradas netas de capitales privados en la periferia eran cada vez mayores: 57 mil millones de dólares en 1990, 150 mil millones en 1991..., 211 mil millones en 1995 (IMF, 1996).

A mediados de los 90, la SFI (Sociedad Financiera Internacional, integrante del Banco Mundial) señalaba la existencia de 36 bolsas de valores «emergentes» importantes. Muchas de ellas inexistentes pocos años antes, otras tradicionalmente marginales, atraían capitales provenientes del Primer Mundo e incitaban a los especuladores locales y regionales a sumarse a la prosperidad. La capitalización bursátil (valor de mercado de las empresas cotizadas en las bolsas de valores) creció de manera explosiva: en 1993 representaba en Malasia el 342% del PBI, el 105% en Tailandia, el 94% en Jordania y el 102% en Chile; frente a ello, Francia se situaba en el 36%, Japón en el 71%, Alemania llegaba al 24% e Italia al 19% ( IFRI-Ramses 97, IMF 98).

En 1983 la capitalización bursátil de la periferia apenas alcanzaba los 100 mil millones de dólares: diez años después la misma se había multiplicado por 15.

Hacia fines de los 80, los países ricos comenzaron a mostrar una insuficiente capacidad de absorción de masas financieras en vertiginosa expansión; esto se combinó con la acentuación de las deslocalizaciones productivas que huían de las economías con salarios e impuestos altos hacia las zonas subdesarrolladas, donde una relativamente aceptable calificación laboral pagada a precios bajos se combinaba con la debilidad ( o corrupción) fiscal. Los países emergentes recibieron avalanchas de préstamos e «inversiones directas», aunque buena parte de estas últimas no significaba ampliaciones importantes del potencial productivo, sino más bien desnacionalizaciones de empresas públicas y privadas preexistentes. Muchas de las nuevas instalaciones consistieron en enclaves exportadores o empresas que operaban con mercados locales a los que sometían a precios desmesurados en relación con los costos.

En muchos casos no innovaban demasiado en materia de superganancias, sino que se «integraban» a tradiciones locales de superexplotación y depredación de recursos (exacerbándolas), aunque la masa de inversiones directas e inducidas provocó grandes saltos cuantitativos que en plazos cortos causaron importantes transformaciones. Se instaló a lo largo de los 90 una devastadora lógica de hiperbeneficios rápidos (financieros, productivos, comerciales, etc.). Los flujos centro-periferia (que velozmente fueron compensados por exportaciones de beneficios en sentido inverso) se combinaron con evasiones de fondos hacia los países centrales; en algunos casos el fenómeno fue pasajero (por ejemplo, en América Latina, después de la crisis mexicana de fines de 1994); en otros persistió como en las «economías en transición» de Europa del Este, principalmente Rusia.

Expertos improvisados y gurúes atribuían estos hechos a «turbulencias coyunturales» o a inadaptaciones o retrasos de esos países con respecto al proceso de globalización liberal. Pero a partir de 1997, una tras otra las regiones «emergentes» sufrieron los efectos catastróficos de bombas aspiradoras de capitales manipuladas por «inversores» industriales o financieros, locales o extranjeros que embolsaban beneficios y liquidaban activos transfiriendo sus capitales a los países centrales. El rostro amable de los capitalistas modernizadores se convirtió de la noche a la mañana en la mano brutal del saqueador, y cuando algún subdesarrollado angustiado preguntaba sobre las causas del desastre o acerca de cómo prevenirlo o amortiguarlo, no faltaba algún gurú soberbio como Lester Thurow que, desde su irresponsabilidad global, afirmaba a mediados de setiembre de 1998 que «el capitalismo es así [y pretender] controlar la volatilidad que causan los flujos de capitales en el mundo es como afirmar que a veces sería bueno suspender la ley de la gravedad», luego de lo cual recomendaba que «el secreto es saber limpiar el desastre, cerrar lo que ya no sirva» (Thurow, 1998).

El comportamiento de los «inversores externos» obedece a una lógica que enlaza excedentes de inversiones centrales grandes y seguras (aunque con márgenes de rentabilidad cada vez más acotados) con negocios periféricos inestables de relativamente menor magnitud, pero con hiperbeneficios obtenidos en plazos reducidos.

Se genera así una suerte de circulo vicioso: proliferan negocios rápidos de elevados rendimientos que desestructuran los tejidos económicos locales, promueven endeudamientos públicos y privados desmesurados y corrientes importadoras incontrolables (compensadas a veces con exportaciones frágiles), que suelen culminar en depresiones caóticas. El horizonte de inestabilidad resultante sirve de base para la «exigencia de los mercados» por ganancias altas y rápidas. En el submundo exótico de la periferia los megagrupos globales no están dispuestos a esperar largos períodos de maduración.

Mientras tanto la bomba financiera global que encontraba un factor adicional de crecimiento en las ganancias periféricas crecía más y más ...

6. La expansión de un amplio abanico de «negocios ilegales» estrechamente vinculados a los negocios financieros pero también a las empresas productivas legales y a los estados centrales y periféricos. La secuencia de beneficios crecientes desde los sistemas productivos centrales hasta la periferia, pasando por las deslocalizaciones industriales y la especulación financiera, tiene un último eslabón: el de los «negocios ilegales».

Es sumamente difícil establecer un corte, una frontera precisa entre la economía de mercado formal, en especial las actividades financieras más rentables, y los sistemas mafiosos, bancos de primera fila internacional que lavan narcodólares, grupos globales muy diversificados donde es posible localizar «áreas opacas» plagadas de actividades clandestinas, pero también reconocidos jefes mafiosos operando negocios legales conforman una maraña mundial inextricable. Como ya fue señalado, la criminalidad organizada y sus espacios próximos constituyen un volumen de negocios considerable (3 billones de dólares en 1997) en veloz expansión, formando parte del núcleo central de la economía mundial.

La ruta hacia mayores beneficios (que infla el área ilegal a medida que la zona legal se desacelera) puede ser visualizada como un proceso de largo plazo (últimas tres décadas), que se inicia con la crisis de las sociedades de consumo desarrolladas, keynesianas, y culmina en su escala final mafiosa.

Los seis procesos descritos pueden ser interrelacionados históricamente y servir de base para el esbozo de una dinámica general de la crisis Dicho esquema debería ser integrado a una visión más amplia que incluya aspectos no sólo económicos, sino también políticos, sociales, culturales, etc., pero ese objetivo excede los límites de este trabajo.

Globalización y crisis constituyen dos realidades estrechamente vinculadas. La crisis de los países centrales iniciada en los 70 pudo ser amortiguada, postergada, gracias a un complejo mecanismo de desarrollo mundial de negocios marcada por el parasitismo financiero, pero esta evolución, salpicada por varios sacudones monetarios y productivos, concluyó en una gigantesca crisis global, en la mega-ruptura de 1997. En resumen, la postergación global de la crisis derivó en crisis de la globalización, el proceso duró aproximadamente un cuarto de siglo.

La prosperidad de la postguerra terminó en 1973-74 (shock petrolero), con el telón de fondo de una crisis de sobreproducción. Las economías industrializadas ingresaron en la «estanflación» (los precios subían al igual que la desocupación y los aparatos productivos se estancaban); a partir de allí, sus tasas de crecimiento económico fueron cayendo tendencialmente hasta hoy. Ello se tradujo en altos niveles de desocupación y precarización laboral agravados por la guerra tecnológica entre las empresas presionadas por preservar o conquistar mercados cada vez más duros. En consecuencia, se fue imponiendo una tendencia pesada, durable, de desaceleración de la demanda, lo que a su vez frenó la expansión productiva convirtiendo la sobreproducción de comienzos de los 70 en un fenómeno crónico que pudo ser en ciertos momentos reducido pero nunca eliminado.

La desaceleración económica causó problemas fiscales: un achicamiento del gasto público hubiera agravado aún más la recesión, pero una mayor presión tributaria también habría tenido efectos recesivos. Además existían excedentes financieros de empresas y bancos ( petrodólares, etc.) con serias dificultades para convertirse en inversiones productivas debido a la situación de estancamiento. En los 80, la «solución» al problema fue encontrada por medio de un crecimiento vertiginoso de la deuda pública: el hiperendeudamiento de países ricos sucedió al de los países pobres del segundo lustro de los 70s.

Esto se vio facilitado por la liberalización financiera y cambiaria que empujó hacia arriba las tasas reales de interés y eternizó la inestabilidad de las paridades entre las monedas fuertes. Los estados necesitaban fondos para sostener las demandas internas (pagos de pensiones, subsidios a desempleados, gastos militares, etc.) desbordando las disponibilidades monetarias locales y acudiendo a los inversores internacionales lo que los indujo a eliminar las trabas a la libre circulación de monedas, a la compraventa de títulos públicos y privados y al desarrollo de negocios financieros.

La financierización empresaria completo el círculo; las empresas colocaban fondos en títulos públicos pero también en papeles emitidos por otras empresas embarcadas en difíciles luchas por los mercados.

Se constituyó así una interacción estrecha entre tres fenómenos principales: la desaceleración del crecimiento económico, el crecimiento del endeudamiento público y la financierización empresaria. La misma alimentó un monstruo especulativo que creció sin cesar hasta convertirse en hipertrofia financiera.

Esta última se nutría con tasas reales de interés altas que frenaban la inversión y el consumo y que en consecuencia causaban más déficit fiscal y exacerbaban la guerra interempresarial haciendo crecer el empapelamiento general (acciones, títulos de deuda pública, etc.) con lo que las tasas de interés permanecían elevadas.

Hacia comienzos de los 90, los endeudamientos estatales —solución provisoria al estancamiento de los 70— comenzaban a ser percibidos negativamente por lo gobiernos centrales y los grandes grupos económicos (el salvavidas liberal se hacia cada vez más pesado amenazando con hundir a las economías ricas). Por otra parte los excedentes acumulados por un sistema financiero gigantesco, devenido hegemónico, requerían nuevas áreas de expansión que les permitieran preservar sus niveles de rentabilidad; diversos mecanismos adicionales posibilitaron el sostenimiento de la reproducción ampliada del mismo.

La ingeniería financiera aceleró su desarrollo; fondos de pensión y de inversión, bancos y empresas de todo tipo, encontraron en la revolución informática el atajo tecnológico que les permitió crear productos financieros derivados, articular una red bursátil y cambiaria mundial operando las 24 horas del día, y otras innovaciones que los medios de comunicación pintaban como las cabeceras de playa del nuevo capitalismo planetario triunfante. Los negocios se expandieron ya no sólo a las empresas, los bancos y los «inversores institucionales», sino también a las familias, los pequeños ahorristas que se incorporaban de manera directa o indirecta —principalmente en los EE.UU— a la euforia especulativa. Se inflaron las bolsas, se valorizaron activos, aumentó la bomba financiera.

Por otra parte, se acentuó y generalizó el fenómeno de las «economías emergentes»: hacia allí fueron flujos monetarios que adquirieron e instalaron empresas, compraron papeles públicos y privados, todo ello en una lógica de beneficios altos y rápidos que en poco tiempo engordó de manera significativa la bomba financiera global, acentuando deslocalizaciones industriales mediante la desocupación y la precarización laboral en los países ricos. El desmantelamiento de Rusia y otros países del este europeo generó una gran evasión de capitales hacia las economías centrales, reforzando dicho proceso.

Lo que fue presentado como la incorporación de países subdesarrollados y ex-socialistas a la economía global de mercado, a las ventajas del Primer Mundo, no fue sino la implantación de un sistema de succión, de una mega-aspiradora de capitales que terminó por desestructurar de manera profunda esas economías acelerando la hipertrofia financiera mundial.

Por último se desarrolló un mecanismo en sus comienzos marginal pero que luego se fue instalando en el corazón de la economía global, el área de los negocios ilegales, visibles, desembozados en la periferia, discretos en el centro (donde residen sus jefaturas estratégicas). Estos negocios de muy alta rentabilidad (y riesgo) se expandieron como una mancha de aceite acelerando su marcha en los 90 (ya importante en los 80). La bomba financiera encontró otro factor adicional de crecimiento y se fue plagando de pústulas mafiosas.

La ruptura de 1997 apareció primero como una catástrofe financiera de la periferia (todavía a mediados de 1998 numerosos expertos seguían reduciéndola a la imagen de «turbulencia monetaria asiática»... y sus consecuencias internacionales); sin embargo, es básicamente una crisis global cuyo corazón se encuentra en los países centrales envueltos por la desaceleración productiva y el parasitismo.

La burbuja especulativa asiática no ha sido más que una epifenómeno de la burbuja financiera-especulativa central, el estallido de la primera y de sus hermanas periféricas fue dejando al descubierto a la madre patria del parasitismo mundial.

Pero la crisis nos permite también ver más allá de los juegos conceptuales que fabricaban universos económicos «monetarios» y «virtuales» despegados de la «economía real». Las profundas interrelaciones, concretas. históricas, entre los fenómenos descriptos demuestran el carácter ilusorio, falso, de las fronteras entre esas supuestas esferas diferenciadas. No se trata sino de una sola realidad social, donde la producción de bienes, su intercambio, los medios monetarios, el empleo, pero también la política, el Estado, la tecnología, las bandas mafiosas, etc., conforman un único sistema a la deriva.

La ruptura de 1997 aparece así como una consecuencia necesaria del proceso de globalización, la bomba financiera no podía expandirse indefinidamente, tarde o temprano tenía que estallar, la sobrevalorización de activos financieros no ha sido otra cosa que un mecanismo de concentración mundial de ingresos y desorganización económica que amplia cada vez más la brecha entre aparatos productivos dominados por la lógica del parasitismo especulativo y masas crecientes de pobres y excluidos, la sobreproducción crónica está en la base de la crisis, que podía ser postergada pero no eludida.

RELACIONES
1.- La caída del crecimiento provoca déficits fiscales o bien induce a los gobiernos a impulsar la demanda a través de gastos no respaldados por recaudaciones tributarias, el creciente peso de la deuda pública empuja hacia arriba las tasas reales de interés lo que frena las inversiones y el crecimiento.
2.- La expansión de la deuda pública alimenta la bomba financiera global.
3.- El endurecimiento de los mercados impulsa a las empresas a reemplazar inversiones de rentabilidad declinante por la compraventa de papeles públicos y privados y a acudir al mercado para financiar su lucha por la competitividad.
4.- Las empresas financierizadas adquieren títulos públicos.
5.- Los papeles adquiridos y emitidos por las empresas generan excedentes que realimentan la bomba financiera.
6.- Una porción creciente de excedentes financieros se orientan hacia los negocios ilegales que ofrecen altos beneficios los que a su vez incrementan dichos excedentes, etc.
7.- Parte de los excedentes financieros empresarios se orientan hacia la periferia (inversiones directas, compra de títulos, etc.) imponiendo allí una lógica de hiperbeneficios rápidos.
8.- Los hiperbeneficios derivados de los negocios ilegales y/o periféricos alimentan ambos fenómenos.
9.- Los beneficios ilegales alimentan la bomba financiera global (compra de papeles públicos y privados, etc.).
10.- Los hiperbeneficios periféricos alimentan (y son impulsados por) la bomba financiera global.

Conclusiones.

1.- La ruptura de 1997 constituyó un punto de inflexión al interior de un proceso de larga duración que se inició hacia comienzos de los 70 (crisis petrolera de 1973-74) y que tiene por delante un probable desarrollo también largo.

La acumulación de desajustes estructurales, la dimensión de la bomba financiera global, la incapacidad de las economías centrales para retomar un ciclo de endeudamiento vigoroso y reactivar la demanda, el nivel de catástrofe alcanzado por la periferia (lo que hace muy improbable el surgimiento de nuevos «milagros»), la generalización de factores entrópicos (mafias, caos urbanos, crisis del estado, etc.), el alto nivel de concentración de negocios, nos señalan un prolongado camino de enfriamiento económico en el que van ingresando los países centrales, siguiendo así la tendencia a la desaceleración del crecimiento iniciada en los 70. El capitalismo victorioso de comienzos de los 90 se fue convirtiendo después de 1997 en un sistema que pierde dinamismo, que se va desordenando cada vez más, lo que lleva a suponer nuevos saltos cualitativos, rupturas, en el movimiento descendente.

2.- Los hechos de 1997 fueron presentados como «crisis periférica», asiática, localizada en los ex tigres, que luego se habría «difundido» hacia otras regiones (teoría del contagio), pero la ruptura obedeció a un proceso de degradación más amplio, global, con eje en los países de alto desarrollo, verdadero motor de la crisis, fue la presión inversora de sus empresas la que generó la euforia especulativa; la misma se convirtió luego en evasión de capitales hacia el centro con sus secuelas recesivas para los ex países emergentes.

3.- La ruptura de 1997 puso al descubierto la hipertrofia financiera mundial, posibilitando la irrupción de «teorías financieras de la crisis», que separaban artificialmente esferas «monetarias» de sectores «reales»; las explicaciones psicologistas, anecdóticas, seudoculturales, resultaban inevitables. Pero la bomba financiera constituye una componente de un fenómeno más vasto, estructural, de pérdida de dinamismo de la economía global capitalista que impulsó el endeudamiento público de los estados centrales y periféricos, la financierización empresaria, la euforia especulativa en Estados Unidos, las burbujas financieras asiáticas, etc.

4.- Los países de alto desarrollo (el G7 y otras economías menores del sistema central) pudieron amortiguar, postergar su crisis iniciada en los 70 gracias a diversos mecanismos de globalización y financierización durante los 80 y 90, pero no pudieron superarla. Desde fines de los 80, aparecieron graves síntomas de deterioro que se agravaron en los 90 (crisis financiera de 1987, decadencia japonesa, crisis mexicana de 1994-95 ...) culminando en la catástrofe de 1997: a partir de allí el sistema global entró en una zona de turbulencias.

Hipótesis de trabajo: Así como la crisis actual debe ser integrada a un proceso más largo (último cuarto de siglo), este último podría ser incluido a su vez en un proceso de larga duración que se inicia con la Primera Guerra Mundial y llega hasta el presente, donde la prosperidad de la economía de mercado ocupa una porción minoritaria (solamente desde mediados de los 40 hasta comienzos de los 70).

Dicho de otra manera, la declinación percibida entre 1973-74 y la actualidad se inscribe dentro de una decadencia mayor. Esta idea podía ser fácilmente aceptada hace tres lustros, pero la euforia neoliberal acompañada por el derrumbe del sistema soviético impuso una imagen muy distorsionada de la realidad histórica, cargada de triunfalismo capitalista, a la que contribuyeron una aplastante estructura de medios de comunicación y sus gurúes.

Estos últimos intentaron instaurar una ideología simplista bañada en «modernismo reaccionario» (Herf, 1993) que compartía con el viejo fascismo el rechazo a los aspectos humanistas y democráticos de las revoluciones burguesas europeas y la adoración de su núcleo tecnológico21.

La hipótesis de la reducción incesante de la base territorial del capitalismo pareció quebrarse hacia comienzos de los 90, con el fin de la URSS y su bloque. Occidente en torno de Estados Unidos parecía recobrar el poderío imperial de comienzos de siglo, pero el renacimiento no fue sino una euforia pasajera: la sombra de la decadencia volvió en menos de una década.

El análisis de la dinámica económica del capitalismo debe formar parte de una evaluación más amplia del conjunto de la modernidad burguesa. Hace cerca de dos décadas propuse la hipótesis de la decadencia hegemónica (Beinstein,1981): la civilización occidental decae en el largo plazo pero conservando su hegemonía cultural durante mucho tiempo; esta situación paradójica explica las rupturas exitosas en áreas periféricas del sistema global (e.g. Revolución Rusa) pero también sus limitaciones y fracasos. La erosión de dicha hegemonía abre la posibilidad de nuevas rupturas periféricas, de aprendizajes, de evaluaciones críticas de experiencias apuntando hacia el futuro. La evolución de sistemas vivientes puede ser en ciertos casos entendida por medio del concepto de paedomorfosis («retroceder para saltar mejor»), que Chaunu incorpora acertadamente en el análisis de ciertos procesos históricos (Chaunu, 1981). La crisis-decadencia abre un amplio margen para las tentativas emancipadoras.

NOTAS
1.- Gracias a masivas privatizaciones y desnacionalizaciones acompañadas por una avalancha de capitales externos especulativos.
2.- A través de un hipercomplejo juego de deslocalizaciones industriales, la intensificación exponencial de las comunicaciones globales, la movilidad internacional de personal calificado y no calificado, etc.
3.- El porcentaje real es mucho mayor ya que es necesario incluir a numerosos países subdesarrollados cuyos PBI per cápita crecieron pero donde centenas de millones de personas experimentaron el descenso en términos absolutos de sus ingresos personales; igual constatación podemos realizar en buena parte de los países desarrollados, por ejemplo Estados Unidos. Seguramente cerca del 60 % de la población global sufrió el deterioro de sus ingresos reales.
4.- Es necesario destacar la excepción china.
5.- Poblaciones pobres de países subdesarrollados de mediano-alto ingreso como Argentina, o de estratos mas bajos.
6.- Un examen riguroso de la pobreza en la periferia nos obligaría seguramente a ampliar de manera significativa esa cifra.
7.- Dicho sector cuenta en gran parte con subsidios de desocupación, acceso a servicios educativos y sanitarios y ciertas «economías externas» y potencialidades de integración resultado de su presencia en el seno de economías ricas, pero estas «ventajas relativas» se han ido deteriorando con el correr del tiempo, sectores crecientes de pobres del primer mundo han ido descendiendo de manera gradual e irresistible a medida que esas sociedades se polarizaban, se hacían mas desiguales.
8.- En 1997 el gasto público de los países del G7 (unos 6,9 billones de dólares) equivalía a la facturación de las primeras 165 empresas globales (Fortune-Global 500, OCDE).
9.- En 1997 el gasto público de todos los países periféricos (aproximadamente de 1,3 billones de dólares) equivalía a la facturación de solo las 10 primeras empresas globales (Fortune-Global 500, Banco Mundial).
10.- En 1980 la población urbana de la periferia llegaba a las 930 millones de personas contra cerca de 770 millones en el centro (relación 1,2 a 1); en dos décadas la relación pasó a ser de 2 a 1, la segunda creció moderadamente a 960 millones y la primera llegó a los 1960 millones, aproximadamente la mitad de estos últimos viviendo en «villas miseria» (Ramonet, 1996, Bairoch, 1985).
11.- Pierre Chaunu señala como uno de los síntomas decisivos de la decadencia «la aparición de ciudades cancerosas de crecimiento anárquico, destructoras del medio ambiente», realizando el paralelo entre los procesos de declinación civilizacional en el Mundo Antiguo, por ejemplo el Imperio Romano, y la situación presente ( Chaunu P, 1981).
12.- A mediados de los 90 «Con 250 a 400 kg. de hojas de coca obtenidos por 400 dólares en Bolivia o Perú es fabricado 1 kg. de cocaína vendido al por mayor a 5.000 dólares en Colombia y al por menor en Miami por 200.000 dólares. Con 10 kg. de opio vendidos a 1.000 dólares en el 'triángulo de oro' del sudeste asiático se obtienen 1 kg. de heroína vendido a 10.000 dólares en Tailandia y revendido a 500 mil dólares en Estados Unidos. Según la DEA sobre 100 dólares pagados por un consumidor norteamericano por su cocaína 93 US$ quedan en Estados Unidos, 4 o 5 dólares van a parar al intermediario colombiano y US$ 2 o 3 quedan para el productor de hojas de coca. Es necesario destacar que los productos químicos necesarios para la fabricación de la droga ... son comprados ilegalmente a empresas de países industrializados. Nos encontramos por consiguiente en el mercado específico de la droga con las características de intercambio internacional existentes desde el siglo XIX. para los países del Tercer Mundo las materias primas poco lucrativas, para los países industrializados la venta de productos manufacturados y lo esencial de los beneficios» ( IFRI-Ramses 96)
13.- También suelen existir recorridos inversos: en América Latina es posible observar procesos de expansión desde empresas formales hacia negocios ilegales (droga, contrabando de armas, etc.) por lo general vinculados al aparato del estado; en Rusia y otros países de Europa del Este se ha podido constatar la formación de mafias originadas en «privatizaciones» de empresas estatales o de operaciones financieras y comerciales salpicadas de corrupción que luego se lanzaron a negocios delictivos «tradicionales». En las economías centrales los fenómenos de diversificación empresaria hacia las tramas mafiosas son numerosos.
14.- «El capitalismo encuentra su esencia en el crimen organizado. Más precisamente el crimen organizado constituye la fase paroxística del desarrollo del modo de producción y de la ideología capitalistas [...] El crimen organizado funciona fuera de toda transparencia y en la clandestinidad casi perfecta, realiza la maximización máxima del beneficio, acumula su plusvalía a una velocidad vertiginosa» (Ziegler, 1998).
15.- La tasa de crecimiento real del consumo privado de los países de la OCDE promedió el 5,1 % en 1961-73, bajó al 3,1 % en 1974-79, al 2,7 % en 1980-89 y al 2 % en 1990-96 (OECD, 1998).
16.- En 1970 las exportaciones de la OCDE representaban el 11,8 % de su PBI, en 1980 subió al 15,4 %, en 1990 al 18,4 % y en 1996 al 22,7 % (OECD, 1998).
17.- Las economías periféricas aparentemente «beneficiadas» por estas deslocalizaciones no mejoraban a largo plazo su situación sino que por lo general la empeoraban, en numerosos casos dichas inversiones solían desplazar industrias locales con menor densidad tecnológica o bien se apoderaban de empresas nacionales públicas o privadas «modernizándolas» (una de cuyas consecuencias era la reducción de personal).
18.- Tomando el conjunto de países del G7, el gasto público representaba en 1980 el 36,2 % del PBI, en 1990 el 37,6 % y en 1996 el 39,6 % (OECD-61, 1997).
19.- Hacia mediados de los 90s la mayor parte de sus resultados netos provenían de estas actividades principalmente de la especulación con «productos derivados».
20.- En 1992, George Soros ganó en una sola jornada mil millones de dólares especulando contra la libra esterlina, pero entre mediados de agosto y mediados de septiembre de 1998 según informaba la prensa, habría perdido unos mil millones de dólares en el mercado financiero ruso mientras que el «trader» vedette John Meriwether le hizo perder en el mismo período a «Long Term Capital Management» cerca de 2.100 millones de dólares en papeles desvalorizados de «mercados emergentes».
21.- Autores citados al comienzo de este trabajo, como Drucker y Ohmae, no pierden oportunidad para despotricar contra la herencia de la Revolución Francesa, la «voluntad general» (Rousseau), la «emancipación social», «la democracia liberal según su aplicación en Occidente», etc. La sombra autoritaria de las empresas globales emerge detrás de los discursos acerca de la eficacia, el individualismo y la economía sin fronteras (Ohmae, 1997; Drucker, 1993).

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Bibliografía

- Bairoch Paul, De México à Jéricho. Villes et économies dans l´histoire, Gallimard, Paris, 1985.
- Beinstein Jorge, «Self-Management and the abolition of capitalism. Some reflections on the crisis of the Rulling System of Capitalism», Socialism in the World, n 24, Beograd, 1981.
- BIS, Bank of International Settlements, «Proposal for Improving Global Derivatives Market Statistics. Report prepared by a Working Group established by the Euro-currency Standing Commmittee of the central banks of the Group of Ten countries», Basle, July 1996.
- BIS, Bank of International Settlements, «67th Annual Report», Basle, 1997.
- BIS, Bank of International Settlements, «68th Annual Report», Basle, 1998.
- BLS, Bureau of Labour Statistics (U.S)-noviembre 1998, http://www.bls.gov/
- Chaunu Pierre, Histoire et décadence, Perrin, Paris, 1981.
- Clairmont F.»Ces deux cents sociétés qui contrôlent le monde», Monde Diplomatique, Avril 1997.
- Clairmon F, «Sous les ailes du capitalisme planétaire», Le Monde Diplomatique, mars 1994.
- Dalaker Joseph and Naifeh Mary, «Poverty in the United States: 1997», U.S. Department of Commerce, Economics and Statistics Administration, Bureau of the Census, September 1998.
- Drucker Peter, La sociedad poscapitalista, Sudamericana, Buenos Aires, 1993.
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- Fortune-Global 500, http://pathfinder.com/fortune/global500/500list.html , 1998
- Fukuyama Francis, «El fin de la historia», Doxa, n ° 1, Buenos Aires, 1990.
- Herf Jeffrey, El modernismo reaccionario, Fondo de Cultura Económica, México, 1993.
- IFRI-RAMSES, Synthèse annuelle de l´activité mondiale, DUNOD, París,1991 a 1998.
- IMF, International Monetary Fund, «International Capital Markets», 1992 a 1998.
- Minc Alain, Le nouveau moyen age, Gallimard, Paris, 1993.
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- Ohmae Kenichi, El fin del estado-nación, Ed. Andrés Bello, Santiago de Chile, 1997.
- Ramonet Ignacio, «Megavilles», Le Monde Diplomatique, Juin 1996.
- The World Bank, «World Development Indicators, 1998», Washington D.C.
- The World Bank, «Global Economic Prospects 1998/99. The World Bank, 1998.
- Thurow Lester, «No existe un país con suficiente poder para aguantar una corrida» ( reportaje), El Cronista, Buenos Aires, 14 de Septiembre de 1998.
- Ziegler Jean, Les seigneurs du crime, Seuil, Paris, 1998.

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