Por: Oscar Arnulfo de la Torre de Lara
La esperanza le pertenece a la vida, es la vida misma
defendiéndose.
Julio Cortazar
Hace unos días Sabina Berman en su artículo de análisis en
el semanario Proceso puso en boca del Secretario de Gobernación, Miguel Angel
Osorio Chong, una frase que resulta inquietante, pero que revela una verdad
incontestable: la vocación autoritaria del régimen y la sujeción de la
ciudadanía a un poder fetichizado . La frase a la cual hago referencia es la
calificación de “ridícula y peligrosa la demanda de los civiles mexicanos de
ser considerados ante todo seres humanos […] primero seres humanos ávidos de
sobrevivir y luego mexicanos dispuestos a morir por el país” incurriendo en
“alta traición a la Patria” (Ver http://bit.ly/LcRY3l). Lo anterior en alusión
a los procesos de creación y actuación de las autodefensas ciudadanas en la
tierra caliente michoacana y las Policías Comunitarias de la montaña y costa
chica de Guerrero. En realidad esta frase puesta en boca de Osorio Chong
constituye el discurso velado del régimen, mientras que el discurso oficial es
el tan cacareado “respeto a las leyes y las instituciones democráticas”, pero
en los hechos lo que ocurre es que las condiciones de violencia (directa y
estructural) borran y contradicen impunemente el aspecto normativo de la ley,
ignoran externamente las normas protectoras de derechos humanos y producen
internamente un permanente estado de excepción, aunque se afirme que a pesar de
todo se está aplicando la ley.
Policías comunitarias y autodefensas ciudadanas constituyen
fenómenos sociales sumamente complejos, cada uno con sus determinaciones y
raíces socio-históricas propias, mismas que son imposibles de tratar en este
artículo. Sólo baste decir que las policías comunitarias atienden a un proceso
más amplio y complejo encaminado a la construcción de la autonomía de los
pueblos indígenas, es decir que responde a un proyecto comunitario de
autonomía, donde los pueblos toman la seguridad como una parte del todo para su
desarrollo, mientras las autodefensas responden a una problemática enfocada en
la seguridad.
Sin embargo, si se puede afirmar que estos procesos
comparten algo en común. Estas experiencias no sólo ponen en evidencia la
vergonzosa corrupción e impunidad institucional, sino que constituyen la
compensación de un vacío, de una ausencia y una crisis de sentido del Estado,
incapaz de dar respuestas a la sociedad en su conjunto. Como afirma Jean
Robert, “el orden del discurso, con las formas de verdad y de poder que solía
fomentar, se está derrumbando: no sólo pierde credibilidad y legitimidad, sino
que deja rápidamente de referirse a la realidad en la que la mayoría de los
ciudadanos estamos inmersos”. El Estado desbordado, ya no sólo no es capaz de
garantizar el respeto a la ley, sino que se ha vuelto promotor de la fusión
económicamente eficiente de lo criminal y lo legal, donde los límites entre los
territorios del crimen y los territorios de la ley se mezclan íntimamente. De
este modo, la legitimidad estatal pretende (desde el sexenio anterior)
construirse a través de una política del miedo que hobbesianamente intenta
recordarnos porqué necesitamos al Estado y sus instituciones en un intento
desesperado por mantener el principio de legitimidad y el monopolio de la
violencia (Protego ergo obligo, decía Hobbes).
Los conflictos sociales que se viven en el país pueden ser
mirados desde varias perspectivas, no obstante considero que su análisis en
clave biopolítica arroja muchas luces. De modo que para entender lo que sucede
en Michoacán y Guerrero es necesario emplear una mirada comprensiva y analítica
de las tecnologías de ejercicio del poder que se han utilizado en México como
una biopolítica de Estado. Es decir –como dice Salvador Maldonado Aranda– “de
qué forma han sido gobernados territorios imaginados desde el poder
gubernamental como insanos, inhóspitos y alejados de la modernidad mediante
técnicas de seguridad pública o militar”. Estos territorios han sido
históricamente estigmatizados, a grado tal de calificarlos como un lugar donde
la violencia es natural a sus habitantes. Existe un arraigado estereotipo que
asocia al terracalenteño con lo incivilizado, la insurgencia (semillero de
guerrilleros), la nota roja, el narcotráfico y la violencia. Se trata de un
estereotipo negativo, descontextualizado y desligado por completo del complejo
proceso socio-histórico regional, que ha producido un determinado sujeto social
ambivalente a la idea del Estado y la ciudadanía oficial.
Los territorios de la tierra caliente michoacana y la
montaña y costa chica de Guerrero son regiones donde históricamente el Estado se
ha dejado sentir casi exclusivamente mediante la constante presencia de fuerzas
represivas, aunado a las graves condiciones de marginalidad y el serio cuadro
de precariedad estructural en el que sobreviven amplios sectores de su
población, que sólo pueden ser explicados por un histórico vacío o ausencia
institucional, es decir, la ausencia de un Estado que garantiza derechos.
Asimismo son innegables los signos que muestran la pérdida del control
territorial del Estado y un creciente empoderamiento del crimen organizado en
diferentes ámbitos de la vida social política y cultural, donde se presentan
características de un verdadero estado de excepción no declarado, y donde la
garantía y efectividad de los derechos humanos se reduce a mera retórica. Sin
embargo, estas problemáticas no pueden ser reducidas a una cuestión de
legalidad/ilegalidad, sino que su explicación la encontramos en el uso de la
excepción a la ley como tecnología de ejercicio del poder. De acuerdo con el
filósofo italiano Giorgio Agamben, la excepción a la ley no es azarosa ni se
produce como situación límite para retornar al orden y los buenos principios de
democracia y justicia, sino que constituye en realidad una biopolítica de
Estado.
Maldonado Aranda, explica que la corrupción y la impunidad
no son prácticas que solamente distorsionen un estado de derecho o que sean un
producto “natural” de Estados deficientes o fallidos. Tampoco son prácticas y
discursos que suspenden la ley o el derecho con el fin de afrontar situaciones
excepcionales y posteriormente retornar a la “normalidad”, sino que forman
parte de ciertas tecnologías políticas que posibilitan la dominación por medio
de la excepción a través de la suspensión del derecho y la amenaza de la
violencia. De tal modo que la excepción a la ley constituye una biopolítica de
Estado que no es azarosa ni productora de una situación límite para retornar al
orden y la vida democrática, sino todo lo contrario. La suspensión de la ley
significa que la excepción no es un acto preestablecido, sino una voluntad del
soberano, justo porque éste encarna la ley pero al mismo tiempo se sitúa por
fuera de ella. El hecho de que la ley se cancele para beneficiar a particulares
(o delincuentes), para justificar el ejercicio de la fuerza, condenar o
enjuiciar, e incluso para sacrificar a un individuo sin que parezca homicidio,
no deriva de una práctica idiosincrática o cultural; sino que tiene sus raíces
en la forma como se construyeron y construyen los Estados nacionales en
términos de la relación entre persona, instituciones y soberanía. La visión
culturalista al problema de las violencias naturaliza la impunidad como un
asunto cultural (“el mexicano es corrupto por naturaleza”), en contraste con
experiencias históricas de la formación de los Estados modernos, donde las
relaciones interpersonales son eclipsadas por dispositivos políticos mucho más
eficientes en el control de la administración pública.
Esta biopolítica de Estado puede analizarse trayendo a
colación la vieja y oscura figura del derecho romano rescatada por Agamben, el
homo sacer. Esta figura se refiere a una persona proscrita que puede morir o
ser asesinada por cualquiera con impunidad, y cuya muerte no es éticamente
condenable. Según Agamben el paradigma biopolítico moderno es el campo de concentración,
no obstante su manifestación actual la podemos encontrar en los cada vez más
amplios procesos de exclusión en nuestras sociedades en el contexto de un
neoliberalismo salvaje, que subordina la lógica de los derechos humanos y de la
autonomía, la autoestima y la responsabilidad de los seres humanos a la lógica
de los buenos negocios, o como diría Franz Hinkelammert, una lógica de
eficiencia sacrificial que prima la relaciones mercantiles sobre la vida humana
y el lugar en el que se desarrolla.
Para comprender la peculiar concepción que Agamben tiene de
la biopolítica, es conveniente comenzar por la ruptura fundamental que
caracteriza a la política occidental desde su inicio en el mundo occidental
antiguo. Agamben alude a esa ruptura poniendo en evidencia la manera en que los
griegos distinguían entre zoé –la mera vida natural o nuda vida– y bíos –una
forma de vida cualificada, política–. En los Estados modernos, el discurso de
los derechos humanos y de la ciudadanía es la forma de sacralizar la nuda vida [ zoé ], y su forma de inscribirla en el
derecho. Al tenor del discurso de los derechos humanos y de la ciudadanía, el
simple nacimiento de los seres humanos (en tanto que libres, iguales y dotados
de derechos innatos) marcaría el fundamento de la bíos [vida cualificada]. Sin
embargo, en los hechos esto no es así, y la clave de análisis biopolítica nos
muestra cómo el estado de excepción devenido permanente y expresado en la
guerra [contra el narcotráfico], la limpieza étnica, el genocidio y también el
genocidio social, despojan constantemente a la nuda vida de ese estatuto
jurídico. De modo que como dice Agamben “la sacralidad de la vida, que hoy se
pretende hacer valer frente al poder soberano como derecho humano fundamental
en todos los sentidos, expresa, por el contrario, en su propio origen la
sujeción de la vida a un poder de muerte, su irreparable exposición en la
relación de abandono”.
Esto es así porque, como explica el jurista platense
Alejandro Medici, “se constitucionaliza la vida como sagrada en forma de
derechos, mientras que en los espacios sociales disciplinarios y productivos se
administra biopolíticamente la nuda vida. La bíos en tanto vida políticamente
calificada aparece en la esfera de la circulación como fundada en la sacralidad
de la zoé, al mismo tiempo que esta es sometida en el plano de la biopolítica y
de la disciplina a una administración normalizadora”. La paradoja que nos
muestra Agamben en su “homo sacer”, es que la afirmación política de la
sacralidad de la vida y al mismo tiempo, de su carácter biopolíticamente
prescindible, constituye una paradoja de los derechos humanos, que
inicialmente, no son más que la inscripción de la nuda vida en el orden
jurídico político. Aquí cobra especial vigor la celebre afirmación de Walter Benjamin,
cuando decía que “la tradición de los oprimidos nos enseña que el ‘estado de
excepción’ en que ahora vivimos es en verdad la regla”.
Sin embargo, también en la tradición de los oprimidos la
vida busca su cauce. Como bien ha explicado Enrique Dussel, la voluntad-de-vida
es la tendencia originaria de los seres humanos. La voluntad-de-vivir es la
esencia positiva, el contenido como fuerza, como potencia que puede mover,
arrastrar e impulsar. En su fundamento la voluntad nos empuja, a evitar la muerte,
a postergarla, a permanecer en la vida. Empuñar o inventar medios de
sobrevivencia para satisfacer sus necesidades, y poder empuñar, usar, cumplir
los medios para la sobrevivencia es ya el poder. Este es el contenido y la
motivación del poder, la determinación material fundamental de la definición de
poder político. Toda acción o institución política tiene por contenido la
referencia a la vida. Por esto Jean Robert nos recuerda que en su significado
más noble, la política (de polis - ciudad) es el interés que se manifiesta en
acciones cívicas por el lugar en que habitas. No hay ética, no hay política sin
arraigo en un lugar, en un ciudad, en un pueblo concretos, es decir localizados
y únicos. De modo tal que la política dentro de una comunidad humana es una
actividad que organiza y promueve la producción, mantenimiento y reproducción
de la vida de sus miembros, de la vida en común. Eso es precisamente lo que
hacen autodefensas y policías comunitarias, postergar la muerte a través de un
práctica política que pretende el mantenimiento y reproducción de vida, como el
locus de un contrapoder, de una potencia, de una producción de subjetividad que
se da como desujetamiento a un poder fetichizado (el Estado que se afirma como
soberano desde su autoridad autorreferente y no derivada de la comunidad
política) que deja morir.
Estos procesos se construyen desde una actitud crítica a las
instituciones corruptas. Se plantea un rompimiento con la complicidad de la
dominación en nombre de las instituciones (la legalidad vigente como producto
de un poder fetichizado) para abrir otras posibilidades de funcionamiento
institucional, pero no para su anulación. Se trata de la emergencia de la vida
del ser humano frente a una ley que no permite vivir y una actuación institucional
que deja morir.
El iusfilósofo sevillano Juan Antonio Senent explica
–instalado de lleno en el pensamiento de liberación latinoamericano– que la
disposición del “sujeto rebelde” frente a la ley, implica un libertad anterior
a la misma, es decir que su libertad no proviene de un contrato social basado
en el miedo y la protección de la propiedad. Este posicionamiento permite
desacralizar y relacionarse con el orden institucional de modo reflexivo y
crítico. Desde este horizonte se plantea que la subjetividad y la libertad del
sujeto frente a la ley no puede descansar en ella. A saber “el derecho a a
tener derechos”, no puede ser una concesión del poder político (del Estado)
sino su fundamento personal/social. Se reconoce la necesidad de las
instituciones pero siempre supeditadas a un horizonte humano, es decir como
medios y no como fines en sí mismos.
Lejos de ser “ridícula y peligrosa la demanda de los civiles
mexicanos de ser considerados ante todo seres humanos ávidos de sobrevivir y
dispuestos a morir por su país”, en realidad constituyen procesos de
empoderamiento y organización ciudadana encaminados a la producción,
mantenimiento y reproducción de vida, actos políticos portadores de esperanza,
la cual como decía Julio Cortazar, “es la vida misma defendiéndose”.
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